viernes, 12 de octubre de 2012

DICE MI MADRE QUE DIJERON QUE DECÍAN


DICE MI MADRE QUE DIJERON QUE DECÍAN
Que aquello debió comenzar esa vez  en que la vieja llevó a la nieta de acompañante y se entretuvo  conversando naderías: Raro, siendo de tan pocas palabras. Mientras se distrajo, él debió de  mirarla: Era linda.  Una nena a la que le  faltaba algún diente aún, pero ya jugaba a ruborizarse los pómulos, los labios y a sombrearse los ojos: Se retorcía sonriente, quizá avergonzada.
Ni la  aguda y peregrina voz del gallo, audible desde gran distancia llega hasta nuestro fundo. Es  que el próximo vecino dista a una legua, lo suficiente para  que ni el ladrido de sus perros se escuche.
  Aquí mismo, lindante al jardín materno: Huerto cercado por arbustos y protegido por una hondonada que amaina la perenne ventisca. La antigua casa paterna de adobe, con techos de paja cubiertos de arcilla, al que todos los años hay que curarle las grietas que produce  la temporada de  lluvias: seguirán habitándola en verano, cuando  arriban a pasar la temporada de calor en el llano.
Aquí mismo, al lado del camposanto, al ladito del arroyo musgoso donde los congrios esconden su timidez bajo las piedras fonderas: la casa con su galería, con sus dormitorios contiguos, el cuarto de herramientas; separada de la vivienda, la cocina con su fogón, más allá el cuarto del telar, el excusado y la pirca pretéritamente levantada  en trabajo comunitario, delimitando el terreno: más allá los frutales y más allá el campo para cultivos de alguna pastura para la hacienda o algunas papas para el invierno. Con las manzanas cosechadas en otoño, reservadas en el piso, esperando la escasez del invierno para su consumo: porque aquí  es la puerta de los vientos: es por donde  pasan en dirección al valle que se abre ríos abajo: Ese poder nos cuela los huesos en invierno y nos refresca en  verano. Corre sin fronteras, trasladando las buenas tierras de la superficie hacia los cauces de agua, o arrastrando arenisca hasta sepultar construcciones y árboles, al filo del cerro de la carreta. Reseca, deshidrata  la fruta hasta convertirla en pasas, barre sedosas rojas flores de cactus incrustados entre las rocallas lindantes al canal   de agua de deshielo, atraviesa la estival estación   limpiando de insectos el aire: los frutales cargan ocasionalmente frutos, que caerán sobre el terreno hollado por la hacienda caprina, que desbocada invade buscando en el ralo verde  los anaranjados damascos de diciembre, o los rojos manzanos en otoño revueltos entre ignorados, ácidos membrillos, o nueces desmadradas, cuando el invierno apaga hasta la  ínfima brizna de césped.
Lo que alguna vez fue una extensa finca, la de los Ocampo, parte del extenso terreno de los abuelos,  subdividido sucesivamente de generación en generación: Majadas prolíficas se desparraman por entre pajonales silbadores, buscando la ladera donde la humedad permitió crecer pastos entre carquejas y salvias, donde  los suris hacen sus pródigos nidos de huevos antediluvianos.
Por esos parajes merodean durante el día  los perros pastores, vigilando majadas, seguidos por los niños que las guían entre tréboles floridos hacia el pastoreo. Allende las cumbres Los Chavarrías, entre los humedales montanos.
Antes que nos, los ancestros, los antiguos, habitaron este territorio. Sus huellas abundan por donde se ande: En los huertos, utilizados para bebederos de animales, antiguos morteros: no hay casa que no tenga su”conana”. O por los  campos donde se desperdigan infinitos fragmentos de cerámicas: las monocromas utilitarias, las polícromas ceremoniales con guardas. El  paisaje, la geografía, muestran recónditos vestigios: A veces, imprevistamente atravesando un cauce, uno puede toparse con milenarios dioses desenterrados por las crecientes de sus dosmilveranosotoñosinviernosprimaveras: suplicantes en piedra, en genuflexión, soplando  al cielo, procreando: fertilidad, renovación: vida eterna en sus dioses. Muy distante del Dios ha muerto contemporáneo: desaparición, muerte eterna. De la nada venimos, en ella vivimos y a ella aspiramos.
También en el paisaje abundan sus huellas: tapadas en forma de túmulos por la incansable erosión eólica,  como pequeños cráteres ocultados por la tierra durante centurias  o milenios,  divisables desde lejos: serían los restos  dejados por una familia de aquellas dispersas poblaciones: Cinco o seis viviendas, alrededor de un patio, componían el núcleo  familiar: enterrados debajo de las casas, los óseos restos de los ancestros, ovillados en torno al plexo solar, enrollados como el embrión en la semilla, protegiendo el hueco áurico para que ningún elemental intentara apropiarse del cuerpo físico,  abandonado por el vital: encriptado en el interior de su urna, ornada de sagrados  saurios, como en una gran matriz, durmiendo para la eternidad, arropados, custodiados,  reverenciados  por sus deudos en  superficie: semillas res guardadas de los elementos por la madre tierra, esperando  yosoylaresurrecciónylavidaamén.
Rodeado de lomadas suaves o abruptas, zanjado de quebradas rocosas, casi en el  mismo seno en el que mi madre me parió. Barrido incansablemente por el sempiterno viento.
Aquí,  la noche aterra por la inmensidad de astros titilantes, erráticos: El  absoluto barroco de parpadeos milenarios, satura la negra bóveda. También  aquellos que traspasan la noche hasta desaparecer antes de dilucidar si se trata de un milagro o es que acaso el cielo comienza a desmoronarse, dejando descolgar sus astros: Los astros siempre preceden, dicen  y creería que también suceden a los hechos: Inmersos en el hueco silencio, se descuelgan, tras largo recorrido, desde el explosivo núcleo de la creación: al fin y al cabo, al igual que nosotrostureinoamén. Viajando entre elalfaylaomega, entre principio y el fin, entre la explosión y la implosión: Tiempo, espacio, uno. Trinidad: La divina trilogía: tres en uno: Unidad.
De día se oye el balido de cabras berrando por verde, dulcificado por el trino de los San Vicente, entre escasos algarrobos supérstites a la necesidad de leña pretérita que llevó a talar a sus ausentes compañeros, exhiben audacia los espinillos en el vértigo de los despeñaderos donde el animal no llega ni con su proverbial equilibrio: berrean por los campos husmeando entre pircas satinadas de líquenes adormilados en la luminosidad del cenit del estío, olfateando hasta encontrar  pasadizos para introducirse en  algún huerto y arremeter contra frutales si es que acaso es buen año: sólo a la muña muña  respeta, quizá por su fuerte aroma, el resto del verde será ramoneado sin clemencia, casi nerviosamente como el  ulular del aire, como el arrullo de los álamos reflejando platinados la luminosidad  del verano, entre balidos. Más allá, los distantes pastizales reclinados bajo el incesante viento en dirección al valle. Alguna vez se paraliza por  la canícula primaveral y una sensación sofocante invade junto a lagartos asoleados la siesta. Enceguecedora luminosidad ciñe el entrecejo, deslumbrado, rebalsado, desbordado por la energía que traspasa la atmósfera.
Por aquello de que a todo período luminoso le sucede otro oscuro, es que de aquellas imágenes de la infancia en la casa con mis padres: los recuerdos de la edad escolar, de los fríos  que preceden el receso invernal. Toda aquella época y sus recuerdos, son  pura luz.
En el huerto jardín, hubo rosas perfumadas, dalias amarillas y gladiolos naturalizados entre damascos y  ciruelos. Olmos proliferando de raíz en el zanjón lindante al arroyo,   el musgoso arroyo en el que viven unos  cuantos congrios y cangrejos: crecerá con las lluvias del verano, arrastrando la furia despierta entre el desierto y las montañas. Se cristalizará paralizando el lento flujo del agua en la gélida noche de invierno, cuando el silencio invade el frío.
Para la estación de la fruta poníamos damascos,  manzanas,  ciruelos a deshidratar al sol y al aire. Unas zarandas de tientos entramados servían para ventilarlos. Cerca del rumor del arroyo: Esa voz es la voz del hogar, ese sonido de agua que no es la de consumo  humano. Sirve sí para lavar. Ese arrullo, acompañado por el perenne bisbisear del infatigable viento: mezclado con infinitas voces, quedas, casi indescifrables que parecen llegar de diferentes direcciones: hojas y ramajes de álamos, sauces y olmos vibrando, parpadeando en el inquieto aire, o son acaso otras intraducibles, indescifrables.
 El agua potable, en cambio, desciende entre las nubes y el hielo desde las cumbres del nevado, aunque recientemente, oportunistas, sin derechos sobre ellas, hayan desviado su curso para regar chacras y alfalfares: fue mi padre quien caló la roca y guió desde muy lejos ese curso para abastecer la casa y regar por acequias los frutales. 
Los días parecen sucederse sin cambios, sólo de estaciones está hecho el año: verano es cuando las majadas irrumpen en el silencio o en el viento que es lo que abunda junto con  las piedras: sol, piedras, viento y  soledad. Interrumpida por segundos en el día, cuando los güilis, con sus  niñerías, hondeando mirlos pasan con sus perros a arrear la hacienda.
El deshacer del camino los volverá a traer de regreso, sumados  ya los balidos y los ladridos más las voces y gritos, se volverá compañía, efímera, pero al fin compañía e incomodidad por la fugaz, superflua, algarabía.
 Ayer mismo, Don Clemente deambulaba los campos con sus lazos y hasta su caballo. Es sabido: un fantasma no necesitaría montura, tampoco andaría persiguiendo  animales extraviados en el caer de la tarde, porque ya un difunto no ha menester de nada, ni mucho menos tiene de qué preocuparse, dicen.
Doña Carmen, la mujer del viejo, siempre pasa sin saludar. Es de poco hablar. Parca como ninguno. Ya de antes, por obligación, a todo ¿cómo le va? contestaba, y… regular, nomás. Tirando para no aflojar. Y quedarse parada mirándote con ojos indiferentes que parecen estar a punto de gritar hartazgo o ¡y a mí qué me importa! Sostenidos por párpados suculentos que enmarcan el negro humor de sus iris.
 Después del regular nomás… ¿Para qué seguir preguntando?  Pasemos a hablar de quesillos o panes caseros y hasta de antiguallas antes que seguir con intromisiones. Morena y  vieja, aunque no lleva canas: Demasiado seria, le juega en contra: pocos la quieren por estos lados.
Otro que también volvió por estos días, Cirilo: dicen se había ido sin avisar a nadie: ¡Qué alegría para su madre!
 Doña Justina no quiso ni nombrarlo por ese tiempo en que estuvo desaparecido. Por entonces se le murió el alazán en el que podían ir a buscar las provisiones. Dejamos de verla, sólo el día de las ánimas se aparece con sus flores de papel: rosas o claveles de crep  cuyos colores se irán desvaneciendo bajo los soles y tormentas del verano posterior: las coronas ancladas en  uno de los brazos de la cruz, bajo la portentosa luminosidad de estas altitudes: única manera de evitar que el viento se apropie de las flores.
Es esa la época en que todos nos encontramos en torno a nuestros antepasados: Las tumbas se iluminan de colores y voces que quedas ordenan el familiar rito fúnebre: Desmalezado, limpieza, ordenamiento de las vituallas del ausente, repintadas de las cruces o de los nichos que resistirán el embate incesante del vendaval: a los prematuramente retirados de la vida, sus juguetes preferidos. A los adultos, los colores del club de su fanatismo en algunos, en otros, desvanecidas fotos: réplicas  del cuerpo físico, en dos dimensiones, las más de las veces un mutilado retrato tan desalmado como los restos cenicientos del fotografiado que descansan debajo del cristiano gnomon. Unas velas encendidas a buen resguardo para que su lumbre eleve las oraciones al altísimo, para que esa luz alumbre en la oscuridad, la dirección del viaje.
Mientras el cuerpo físico continúa su peregrinaje entre materia y energía, convirtiéndose en cenizas, y  postreramente, transmutado en elementos, volver formando parte de las mismas Gazanias silvestres o de las Zinnias peruvianas in situ, que tímidamente parecen buscar lugar en la hierba, entre los accidentes del relieve y las tumbas.
 Simétricamente Junto a los párvulos de las antiguas sepulturas, los ancestros también ofrendaban pequeñas mascotas en piedra o cerámicas cocidas, a sus niños en ese viaje: simplificada imagen de un zorro en blanco cuarzo, sintética llamita en piedra,  palomas de terracota seguramente cocidas sobre el rescoldo del fogón: amorosamente trabajada, la arcilla, la piedra: los artesanos modelaban sus votivos vasos ceremoniales: hombrecitos gateando: de panza sobre el suelo: yosoylaresurrecciónylavida.
 El tiempo podría ser circular, porque ahora mismo todo parece repetirse: lindero al jardín está  el Campo Santo: fue Catalina la que donó ese espacio de los antepasados  para los antepasados: Allí enterró al primer marido, Decía también que quería ir allí con él,  el día que le tocara. Al segundo, lo enterró en el de La Alumbrera. Era de sospechar que querría pasar su eternidad enlazada como la urdimbre y la trama de sus ponchos y labores, con quien fuera el primero. Me lo dijo varias veces pensando que sería yo el albacea de sus restos: Una pareja puede convivir una vida sin amarse, por simple conveniencia. Es posible el respeto, sí, pero esa magia llamada amor, no es fácil de conseguir con cualquiera.
Allá nacían, allá vivían, allá yacen. Después de las visitas de todos los santos y el día de los muertos, las tumbas volverán a caer bajo el bisbiseo, seseo, secreteo de los vientos, aplastadas por la luminosidad de un cielo celeste mucho más amplio que la misma tierra divisable.
Catalina volvió con su retahíla de reclamos, amenazándome como cuando niño, con ese rigor sin clemencia que devenía en castigo.
Me reclamaba abandono, pero ante mis excusas, se detenía a escucharme con pena. Me entendía como una madre y sufría como una madre con mi dolor. Y yo la perdonaba y ella me perdonaba. Y yo la perdonaba y ella me perdonaba. Infinitas veces.
Antes yo trataba de comprarla con dádivas: algún dinero para tranquilizar mi conciencia: me sentía en deuda. Ella sabía que yo le debía obediencia, aunque también siempre me quedó como una vaga sospecha de que ella también se sentía en deuda conmigo: ¿Qué sería? Algo pretérito a mi conciencia y que sólo ella llevaba como un remordimiento.
 Así había sido desde que era niño.
Mis canas no sirvieron para cambiar esa especie de tiranía que se establece entre los afectos, yo tampoco jamás había sabido enfrentarla o contradecirla. Seguro de que haría cualquier cosa que Catalina me pidiera.
Yo siento dolor por aquella ausencia: Tuve miedo de enfrentarme con esas circunstancias: es que es duro ver el fin de lo amado.
Pero cuando llega el frío: todo se oscurece y mucho ocurre al resguardo del fogón, será por eso que el invierno huele a humo de leños retorcidos, arrastrados por las crecientes del verano, o transportado a lomo de mular por entre los pajonales desde aquellos bosques allende las cumbres.
Él no está, ya lo sé: Era de pocas palabras y de beber demasiado. En lo de parco estoy de acuerdo sin ser exagerado: Es concisión, es economía. Lo cual siempre hubiera  sido beneficioso. Pero en aquello de tomar acompañado de mujeres: porque siendo sinceros: el tomar es cosa de hombres. Dicen que ella, ebria, quemó las escrituras. Nos heredó su brevedad, su concisión, su desnudez, su despojamiento. O nos desheredó de esa prueba viva que es enigma, misterio.
Eso era algo así como buscar al padre en el fondo de una copa.  Esos recónditos dolores que no se curan, esos perdones que no se dieron, ese volver siempre sobre el remordimiento es lo que enferma. Perdones que no se obtuvieron: desamor, orfandad infinita del ¿Por qué a mí no?
Él se jactaba de  ser el dueño de muchas tierras y  de las almas que la habitaban. A veces, haciéndose el gracioso repetía que todos aquellos con ojitos claros, salvo las cabras eran hijos suyos.
De ella dijo, o que era muy audaz, o demasiado inocente: ir al río a tomarse baños en poca ropa, mientras la hacienda pastaba, siendo casi una niña.
Andando por los campos, la divisó en el remanso y le solicitó  permiso para entrar a tomarse un baño allí mismo.
Pareció decir que sí, aunque también pudo ser indiferencia a su presencia.
Ya en el río comenzó recordándole la existencia de aquellas culebras de agua que abundan y se deslizan zigzagueantes en el seno líquido  y aunque inofensivas, asustan a los niños. Entonces, ella  pareció inquietarse ante la idea.
Aprovechó ese instante de debilidad y se le fue acercando.
Era una niña, hasta ese día en el agua, en que la apretó firme contra sus partes.
Ella solo llevaba enagua y él ya había terminado de desnudarse en el mismo remanso.
Todo parecía no ocurrir, puesto que ocurría debajo del agua: sintió la resistencia al empuje y la avidez de su respiración.
Fueron unas cuantas veces apenas. Lo que duró ese verano: Merodeaba todas las tardes, hasta que volvía a encontrarla. No importaba que aún fuera una niña.
Al finalizar la estación cálida, los campos se hallaban cargados de pasturas. Como cada año, se organizaron corridas para rejuntar y marcar la hacienda nacida en la temporada, antes de llevarlos a pasar el invierno en las cumbres húmedas del Yucumán: Vinieron muchos de los arrieros de los campos distantes a acampar durante las corridas: Ella se entendió con ellos, atendiéndolos, en especial a los más apuestos. Ya nada le quedaba de esa inocencia.
Él se tuvo que contentar con mirarla de lejos: Era mejor evitar murmuraciones, además estaban las familias de por medio.
¿Acaso lo haría a propósito? ¿Disfrutaba haciéndolo sufrir, sin que pudiera hacer nada para sujetarla?
Es conocido que a toda acción, le sigue una reacción aunque transcurrió el invierno sin que esa reacción se manifestara. Tampoco hacen falta tantas palabras para decir las cosas: Dice mi madre, que a palabras y plumas, el viento las tumba. Y cuando la memoria falla, se va abreviando el texto: se simplifica y se vuelve una sentencia henchida de infinitos mensajes en los que algunos intentan encontrar el sentido último de la existencia.
Catalina bajaba de a caballo hasta Fuerte Quemado. Es un largo e incomodo viaje entre cactus enhiestos y árboles retorcidos, divisando pumas huidizos o chinchillas acróbatas durante la travesía. Valiente para ser mujer y sola en el trayecto de montañas que se desbarrancan entre peñas y ventisca, conviene conocer bien la senda entre algarrobos añejos y reptiles.
 Serán cuatro a cinco leguas las que nos separan del poblado. Allá hay médicos, víveres y oficinas para hacer trámites.
Desde esta altura, el llano se ve recorrido por remolinos que se elevan en dirección a los cúmulos ralos que surcan el espacio. La incandescencia luminosa solo invita a rememorar fuego. Sólo el constante y fuerte viento que barre incansable en dirección abajo, ululando, soplando, susurrando, arrastrando, llevándose todo lo que no esté anclado o aferrado al suelo, atraído además por ese secreto magnetismo que ejercen los abismos.
Abajo el calor aplasta: El aire, en verano, se vuelve incendiario en el día, aunque la noche de suaves brisas sea más clemente.
Los antiguos bosques, expoliados por generaciones, fueron  suplantados por un desierto metamórfico de cauces empedrados y enarenados por desbordados torrentes  veraniegos: Plantaciones de  longevos olivos, tapizan los campos en las quebradas impuestas al paisaje por algún cauce, en este desierto lunar e incandescente.
En el pueblo, se pagan impuestos, se inscriben nacimientos y defunciones o se buscan vituallas para el año, aunque algunas veces se desciende también para las celebraciones religiosas: la festividad de San Isidro precedida por la llegada de parcos montañeses montados de a caballo, de a  mular o de a pie: sus misachicos de vírgenes virreinales: trayendo cintas y  flores de tela para ornar el dosel del ícono de bueyes meditabundos que presidirá la festividad, enredando con esas cintas, flores, pequeñas vasijas de terracota  o diminutas herramientas para la labranza: en los preparativos apenas se oyen aquellas quedas voces en derredor a la litera desde la  cual el  santo bendecirá los cardinales para la abundancia de futuras  cosechas,   siempre algo de las siembras para la supervivencia y un excedente para obtener algún dinero. Alrededor de la imagen, los lugareños.
Más tarde, durante el  recorrido de la procesión armonizada por quenas y tambores que inundan  el aire de buenas intenciones, los solitarios montañeses seguirán la música que puede  llegar al  Divino con sus oraciones, sus padrenuestroquestasenloscielos, etéreo, aéreo. Distante.  Santificadoseatunombrevengaanostureino, recorriendo la inmensidad del valle, barriendo como la ventisca los huertos, deshaciendo cualquier creación indeseable, transmutándola por realizaciones, hágasetuvoluntadasíenlatierracomoenelcielo, que se cumpla lo que yo quiero,  hágasetuvoluntadasíenlatierracomoenelcielo, cúmpleme mi deseo, hágasetuvoluntadasíenlatierracomoenelcielo, que se cumpla, que se cumpla, que se cumpla.
Ella también es mía. PorlavoluntaddeDiospadretodopoderoso.
Era la tarde y la hora en que el sol la cresta dora  de los Andes. Acaso son esos rayos oblicuos, que descienden al caer de la tarde, convirtiendo en oro refulgente las matas de pastizales los que evoca Echeverría. Son las mismas luces que cambian a cada instante transmutando cada visión en  irrepetible, sin embargo siempre está, aunque cambiante, transmutante está, esquelaluzdeDiosnuncafalla.
Los campos, dorados bajo las últimas luces de la tarde: el nevado azul y plata elevándose todavía más arriba de las majadas de nubarrones  que se irán arrimando en pos de la próxima tormenta de verano: rayos, relámpagos, truenos, centellas, vendavales, aguaceros espesos alimentando las erosivas crecientes que se precipitan entre desfiladeros,  juntan cauces y rugen por los campos tras lo cual, el nevado volverá a emerger más nevado aún: Límpida de impurezas, la atmosfera permitirá ver el paisaje, nítido en la distancia.
Era sí de pocas palabras y  beber demasiado, se ponía violento y hasta desconocía a sus propios afectos. No era malo, sólo se emborrachaba los fines de semana.
El caballo había regresado solo a su querencia: pensaron en un accidente, buscándolo durante varios días, hasta  finalmente encontrarlo: Fue muy doloroso para sus hermanos hallarlo gracias a  los círculos volátiles de carroñeras. Arriba, en la chispeante luminosidad de la atmosfera, espirales concéntricas de negros eslabones entre el cielo y la tierra: los cóndores. Abajo, esperando a su amo que no despertará más de ese extraño sueño en el que pende con los pies despegados aunque cercanos al suelo: En el vórtice mismo de aquel espiral, casi tocando el piso, colgaba de su lazo en un solitario algarrobo, el perro gruñendo y disputándose con las negras aves el amo.
Algo ha de sentir ella, aunque nunca lo sabremos. Es también de pocas palabras.
De la  fauna,  el que más alto llega es el  cóndor, planea en círculos entre  arco iris circulares  que proyecta la luz sobre un cielo de amatista, más arriba que cualquiera de estos innumerables cerros que se suceden  hasta la cordillera: milenariamente vuela como cuando descarnaba a los ancestros: Ese sería el origen de esa energía oscura que deambula cerca de la cuesta: se le armó un lindo monolito con una importante cruz y, en el interior, su fotografía. ¿Por qué será que en las fotos de los muertos se percibe la muerte acechante? Esos ojos vacíos, inmóviles. Esa expresión de ya no soy. Aunque padrecura, no haya permitido que pusieran cruz sobre su tumba en el camposanto.
Allá permanece, incluso después que descolgaron y sepultaron el cuerpo, deambulando por los lugares donde habitualmente solía circular. Habría algo en él que no se resignaba. ¿A qué se debería ese apego que no lo liberaba? lo mantuvo encadenado hasta ahora mismo al sitio: seguro que descarnado no podría retornar sobre sus pasos.
Por allá pena el que se sabía dueño de toda esta tierra y su hacienda por herencia, por derecho  consuetudinario.  Amarrado, aprisionado a este lugar entre los despeñaderos.
La lana para hilar y luego entramar en el telar, pasando la estación fría cerca del fuego: Catalina tejía los mejores ponchos por estos lares. Trama cerrada y abrigado como ninguno. Era una tarea que le llevaba buena parte de las frías jornadas. El segundo marido, que la volvería  viuda por segunda vez, aunque ellos todavía lo ignoraran, hacía girar la piedra del molino con la ayuda de pacientes y  voluntariosos  bueyes, obtenía harina que compartía por maquila con los vecinos, mientras ella tejía o bordaba las coloridas alforjas con motivos florares, frutales y hasta ornitológicos, para adornar las ancas del animal.
Los vendía, bien cobrados porque era una tarea larga y ardua. En ocasiones, él trenzaba los tientos cortados de los cueros vacunos, encerados hasta convertirlos en resistentes lazos para las tareas de campo.
Pero ese día en que ocurrió aquello, yo ya estaba próximo a darme cuenta de que es imposible obrar un bien sin cometer un daño. Entiéndase que quiero resaltar que tras mucho meditar y en muchos sentidos, la lógica me llevó a deducir que esto era una ley, no escrita pero tan concreta y verificable como la de la misma gravedad.
Iba atravesando el campo cuando divisé a la anciana a la orilla del camino. Llevaba un inmenso bolsón más alto que la mitad de su humanidad. Mirándome a contraluz se tapaba los ojos pero con angustia en el gesto me pidió que  la acercara. Un perro rojizo y grande la merodeaba haciéndole fiesta.
Puedo llevarla a usted pero no al perro, le aclaré por si acaso a lo que ella apresurada, advirtió.
No, si no es mío. Me viene siguiendo desde hace un rato.
En la distracción de apear a la anciana en las ancas el buen caballo, éste pisó la pata del perro y el perro desesperado tiró primero el tarascón y aulló luego pero ya el caballo había tirado a la vieja al piso.
Lo que iba a ser una obra de bien, es decir interesada en el bienestar del  prójimo, se transmutó en un pésimo rato, aunque se dice que no ha de arrepentirse aquel que obra bien intencionadamente. Después de aquella desafortunada situación entendí  que podría arrepentirme sin desmedro de la buena voluntad que hubiere:
Ella no volvió a coquetear. Parecía que todos le fuéramos poco. Tampoco guardó ni luto ni  cargo por la manera en que murió. Como si percibiera que no terminó de desaparecer, tanto como  lo hubiera deseado: decían también que esa oscura energía deambula cerca del remanso donde el agua lavó su inocencia: Dicen que esos muertos no tienen descanso.
Aunque en las tardes de verano suele ir al río a tomarse un baño, la acompaña ahora un perro guardián que es malo como un demonio: No dejaría que ni un espectro se le acercara.
Ya no hay lugar en esta tumba.  Apenas podemos apretarnos más. Aunque la tierra es generosa y digerirá los cuerpos físicos en un plazo no demasiado largo: ¿No es acaso bíblica sentencia? Polvo eres y polvo serás. Somos tierra pero también una fuerza mantiene cohesionado ese orden que impide que todo  se desmorone; y  también somos agua y fuego, aunque alguna fuerza también impide que entre ellos se devoren y madera, aunque la expresión final será tierra. ¿Y el fuego? ¿Será acaso el alma?
Pero ¿Qué es esa inmortalidad llamada alma? fuego, el ánima, el cuerpo vital, encadenada a esa otra cosa que es la mortalidad del cuerpo, que es mineral, tierra. Eso es la vida: Fuego sobre tierra, agua sobre tierra.
Las voces vuelven, acaso es el retorno de los niños conduciendo la hacienda a buen resguardo, deshaciendo el camino: Hasta no hace mucho, aquella niña era una de esas voces. 
Hay veces en el verano, cuando vuelve de tomar su baño, aprovechando las penumbras de las últimas luces sobre el nevado, en que se detiene en el camposanto y sacrílega mente orina sobre aquella tumba sin cruz.
Aquí mismo, por donde pasan los vientos, tantos que ni los muertos encuentran descanso.

JORGE NAMUR, Yerba Buena, julio de 2011

lunes, 23 de abril de 2012

Solo sé lo que sé

Yerba Buena, Abril de 2012

Quien suscribe, solicita con carácter de urgente:” Cambio de nomenclatura para el género Homo sapiens”

“Solo sé que no sé nada” al decir de Sócrates

“Homo sapiens” según Linneo

Y aunque Sócrates sostendría “solo sé que no sé nada”. Y los estudiantes que le siguieron hayan elevado a máxima aquella sentencia: es posible que la pena de muerte que le valiera haya sido más de seguro por haberla proferido que por haber renegado de tantos dioses para cada artículo o por corromper a la juventud como se sostiene.

Carlos Linneo, que se ocupó de nominar lo innominado que hallara a su paso, nos apodó como de Homo sapiens, aunque sería posible que para sostener la Socrática ironía, haya querido expresar lo opuesto en un juego de paradójico sarcasmo.

¿Sabe acaso el hombre, ese primate adulterador de la naturaleza, que ella es su mentora y aliada? Con su incesante actividad la convirtió en enemiga, ignorando o desconociendo cómo funciona o despreciando lo que ocurrirá con ella y lo que es lo mismo con el hogar de todos: el planeta tierra. Buena parte de su prehistoria se ocupó de depredar y toda su historia, de expoliar, de explotar la necesaria protección vegetal para que el animal subsista; ignorando dicho sea de paso que el mundo vegetal es el productor primario y que el reino animal es el consumidor secundario, lo que es lo mismo que, de él vivimos y vinimos. Ha superpoblado el planeta extinguiendo con su accionar bosques, selvas y faunas hasta ponerlo en riesgo de extinción y no sabe ahora cual futuro le aguarda sino el de esperar un apocalipsis al que se renueva conforme la época, pero el cual, tampoco se sabe cuándo arribará.

Sintiéndose el homínido el rey de la creación, la explotó para su gracia y desgracia, amparado quizá en mal interpretadas sentencias sagradas, extinguió los tigres de Tasmania en la reciente historia y aún antes de poseer escritura ya había extinguido a los mastodontes o al perezoso gigante.

Y si tan poco sabemos, si hasta los hay que dudan ser hombres, llamándonos humanoides, también es visible que hasta hoy se discute si acaso es carnívoro, y conste que un animal considerado menos inteligente como por ejemplo el león, no dudaría de cómo saciar su apetito.

O Frugívoros, ninguna ardilla cambiaría su nuez por un buen bife. O un omnívoros, tal es el caso de la cucaracha, a la que algunos pretenden asimilarnos y sino para prueba leer La Metamorfosis de Kafka .

Si de la ardilla se tratara, jamás renunciaría a los árboles ni aunque fuera por una casa en un country, en medio de la naturaleza más prodigiosa. Si fuera un escarabajo no renunciaría a su bola de estiércol por convertirse en humano y entre ellos no hay lugar para un Kafka.

Parece inútil seguir enumerando la infinita galería, que conforman las opuestas contradicciones por las que naufragamos, en mar a la deriva de ejemplos dicotómicos rumbo a ninguna meta.

Sapiens por saber vendría siendo entonces un descomunal error, una absoluta falsía. Hasta un capital pecado de soberbia o arrogancia.

Algo resulta visible y seguro del humano: son los que menos saben sobre sí mismos.

Conócete a ti mismo, rezaba en la puerta del oráculo de Delfos.

Y conocerás a los dioses.

¿Están los dioses en el interior de uno mismo? Es lo que parecería deducirse de ello.

¿Acaso somos dioses?

Muchos dicen saber que sí, que como parte del todo, somos divinos por dentro y por fuera, como diría Whitman, agregando también y esta cabeza mía vale más que todos los credos, iglesias y religiones. Otros descalifican estas creencias negando todo aquello que no podemos dimensionar o cuantificar. Como si de balanzas y microscopios se tratara, relegando la existencia de otras dimensiones a puras especulaciones filosóficas o metafísicas.

Y es que si no somos dioses, Él tampoco existiría. Porque si lo es todo, somos una parte de ese todo y ergo somos Dios. Obviamente que no tan dioses como lo es el todo pero si divinos al ser parte del todo.

Por ello es que declaro sin ninguna solemnidad pero apremiado por los tiempos difíciles que vivimos: Homo que no sapiens por los resultados.

Por ello, en base a la innumerables pruebas que sería posible reunir de proponerse el caso y a las que por no volver un infinito tratado este sencillo pedido y conocedor también de lo perezoso que resulta el humano para la lectura, es que solicito se dé curso a la posibilidad de rever el nombre de la especie por otro más cercano en cuanto a su enunciado respecto a la pruebas expuestas, por tanto propongo como alternativa para salvar el caso una nueva nomenclatura en lo que sin restarle nada a la anterior y muy por el contrario se le añada: “que no sapiens” quedando de tal manera como:” Homo sapiens que no sapiens” , honrando a Sócrates, tan mal pago por su generación, derribando además la efímera idea de que fuéramos sabedores de algo.

Homo sapiens que no sapiens, gracias si me hacéis caso, usemos por una vez la virtud de la humildad que anida en ese Dios intangible que todos somos en nuestro ser esencial y terminemos de una buena vez por sentirnos los dueños de un mundo al que tenemos en agonía gracias al ego que nos asfixia cada día.

Jorge j. Namur