DICE MI MADRE QUE
DIJERON QUE DECÍAN
Que aquello debió
comenzar esa vez en que la vieja llevó a
la nieta de acompañante y se entretuvo
conversando naderías: Raro, siendo de tan pocas palabras. Mientras se
distrajo, él debió de mirarla: Era
linda. Una nena a la que le faltaba algún diente aún, pero ya jugaba a
ruborizarse los pómulos, los labios y a sombrearse los ojos: Se retorcía
sonriente, quizá avergonzada.
Ni la aguda y peregrina voz del gallo, audible
desde gran distancia llega hasta nuestro fundo. Es que el próximo vecino dista a una legua, lo
suficiente para que ni el ladrido de sus
perros se escuche.
Aquí mismo, lindante al jardín materno:
Huerto cercado por arbustos y protegido por una hondonada que amaina la perenne
ventisca. La antigua casa paterna de adobe, con techos de paja cubiertos de
arcilla, al que todos los años hay que curarle las grietas que produce la temporada de lluvias: seguirán habitándola en verano,
cuando arriban a pasar la temporada de
calor en el llano.
Aquí mismo, al lado del
camposanto, al ladito del arroyo musgoso donde los congrios esconden su timidez
bajo las piedras fonderas: la casa con su galería, con sus dormitorios
contiguos, el cuarto de herramientas; separada de la vivienda, la cocina con su
fogón, más allá el cuarto del telar, el excusado y la pirca pretéritamente
levantada en trabajo comunitario,
delimitando el terreno: más allá los frutales y más allá el campo para cultivos
de alguna pastura para la hacienda o algunas papas para el invierno. Con las
manzanas cosechadas en otoño, reservadas en el piso, esperando la escasez del
invierno para su consumo: porque aquí es
la puerta de los vientos: es por donde
pasan en dirección al valle que se abre ríos abajo: Ese poder nos cuela
los huesos en invierno y nos refresca en
verano. Corre sin fronteras, trasladando las buenas tierras de la
superficie hacia los cauces de agua, o arrastrando arenisca hasta sepultar
construcciones y árboles, al filo del cerro de la carreta. Reseca, deshidrata la fruta hasta convertirla en pasas, barre
sedosas rojas flores de cactus incrustados entre las rocallas lindantes al
canal de agua de deshielo, atraviesa la
estival estación limpiando de insectos
el aire: los frutales cargan ocasionalmente frutos, que caerán sobre el terreno
hollado por la hacienda caprina, que desbocada invade buscando en el ralo
verde los anaranjados damascos de diciembre,
o los rojos manzanos en otoño revueltos entre ignorados, ácidos membrillos, o
nueces desmadradas, cuando el invierno apaga hasta la ínfima brizna de césped.
Lo que alguna vez fue
una extensa finca, la de los Ocampo, parte del extenso terreno de los
abuelos, subdividido sucesivamente de
generación en generación: Majadas prolíficas se desparraman por entre pajonales
silbadores, buscando la ladera donde la humedad permitió crecer pastos entre
carquejas y salvias, donde los suris
hacen sus pródigos nidos de huevos antediluvianos.
Por esos parajes
merodean durante el día los perros
pastores, vigilando majadas, seguidos por los niños que las guían entre
tréboles floridos hacia el pastoreo. Allende las cumbres Los Chavarrías, entre
los humedales montanos.
Antes que nos, los
ancestros, los antiguos, habitaron este territorio. Sus huellas abundan por
donde se ande: En los huertos, utilizados para bebederos de animales, antiguos
morteros: no hay casa que no tenga su”conana”. O por los campos donde se desperdigan infinitos
fragmentos de cerámicas: las monocromas utilitarias, las polícromas
ceremoniales con guardas. El paisaje, la
geografía, muestran recónditos vestigios: A veces, imprevistamente atravesando
un cauce, uno puede toparse con milenarios dioses desenterrados por las
crecientes de sus dosmilveranosotoñosinviernosprimaveras: suplicantes en
piedra, en genuflexión, soplando al
cielo, procreando: fertilidad, renovación: vida eterna en sus dioses. Muy
distante del Dios ha muerto contemporáneo: desaparición, muerte eterna. De la
nada venimos, en ella vivimos y a ella aspiramos.
También
en el paisaje abundan sus huellas: tapadas en forma de túmulos por la
incansable erosión eólica, como pequeños
cráteres ocultados por la tierra durante centurias o milenios,
divisables desde lejos: serían los restos dejados por una familia de aquellas dispersas
poblaciones: Cinco o seis viviendas, alrededor de un patio, componían el
núcleo familiar: enterrados debajo de
las casas, los óseos restos de los ancestros, ovillados en torno al plexo
solar, enrollados como el embrión en la semilla, protegiendo el hueco áurico
para que ningún elemental intentara apropiarse del cuerpo físico, abandonado por el vital: encriptado en el
interior de su urna, ornada de sagrados
saurios, como en una gran matriz, durmiendo para la eternidad,
arropados, custodiados,
reverenciados por sus deudos
en superficie: semillas res guardadas de
los elementos por la madre tierra, esperando
yosoylaresurrecciónylavidaamén.
Rodeado de lomadas
suaves o abruptas, zanjado de quebradas rocosas, casi en el mismo seno en el que mi madre me parió.
Barrido incansablemente por el sempiterno viento.
Aquí, la noche aterra por la inmensidad de astros
titilantes, erráticos: El absoluto
barroco de parpadeos milenarios, satura la negra bóveda. También aquellos que traspasan la noche hasta
desaparecer antes de dilucidar si se trata de un milagro o es que acaso el
cielo comienza a desmoronarse, dejando descolgar sus astros: Los astros siempre
preceden, dicen y creería que también
suceden a los hechos: Inmersos en el hueco silencio, se descuelgan, tras largo
recorrido, desde el explosivo núcleo de la creación: al fin y al cabo, al igual
que nosotrostureinoamén. Viajando entre elalfaylaomega, entre principio y el
fin, entre la explosión y la implosión: Tiempo, espacio, uno. Trinidad: La
divina trilogía: tres en uno: Unidad.
De día se oye el balido
de cabras berrando por verde, dulcificado por el trino de los San Vicente,
entre escasos algarrobos supérstites a la necesidad de leña pretérita que llevó
a talar a sus ausentes compañeros, exhiben audacia los espinillos en el vértigo
de los despeñaderos donde el animal no llega ni con su proverbial equilibrio:
berrean por los campos husmeando entre pircas satinadas de líquenes adormilados
en la luminosidad del cenit del estío, olfateando hasta encontrar pasadizos para introducirse en algún huerto y arremeter contra frutales si
es que acaso es buen año: sólo a la muña muña
respeta, quizá por su fuerte aroma, el resto del verde será ramoneado
sin clemencia, casi nerviosamente como el
ulular del aire, como el arrullo de los álamos reflejando platinados la
luminosidad del verano, entre balidos.
Más allá, los distantes pastizales reclinados bajo el incesante viento en
dirección al valle. Alguna vez se paraliza por
la canícula primaveral y una sensación sofocante invade junto a lagartos
asoleados la siesta. Enceguecedora luminosidad ciñe el entrecejo, deslumbrado,
rebalsado, desbordado por la energía que traspasa la atmósfera.
Por aquello de que a
todo período luminoso le sucede otro oscuro, es que de aquellas imágenes de la
infancia en la casa con mis padres: los recuerdos de la edad escolar, de los
fríos que preceden el receso invernal.
Toda aquella época y sus recuerdos, son
pura luz.
En el huerto jardín,
hubo rosas perfumadas, dalias amarillas y gladiolos naturalizados entre damascos
y ciruelos. Olmos proliferando de raíz
en el zanjón lindante al arroyo, el
musgoso arroyo en el que viven unos
cuantos congrios y cangrejos: crecerá con las lluvias del verano,
arrastrando la furia despierta entre el desierto y las montañas. Se
cristalizará paralizando el lento flujo del agua en la gélida noche de
invierno, cuando el silencio invade el frío.
Para la estación de la
fruta poníamos damascos, manzanas, ciruelos a deshidratar al sol y al aire. Unas
zarandas de tientos entramados servían para ventilarlos. Cerca del rumor del
arroyo: Esa voz es la voz del hogar, ese sonido de agua que no es la de
consumo humano. Sirve sí para lavar. Ese
arrullo, acompañado por el perenne bisbisear del infatigable viento: mezclado
con infinitas voces, quedas, casi indescifrables que parecen llegar de
diferentes direcciones: hojas y ramajes de álamos, sauces y olmos vibrando,
parpadeando en el inquieto aire, o son acaso otras intraducibles,
indescifrables.
El agua potable, en cambio, desciende entre las
nubes y el hielo desde las cumbres del nevado, aunque recientemente,
oportunistas, sin derechos sobre ellas, hayan desviado su curso para regar
chacras y alfalfares: fue mi padre quien caló la roca y guió desde muy lejos
ese curso para abastecer la casa y regar por acequias los frutales.
Los días parecen
sucederse sin cambios, sólo de estaciones está hecho el año: verano es cuando
las majadas irrumpen en el silencio o en el viento que es lo que abunda junto
con las piedras: sol, piedras, viento y soledad. Interrumpida por segundos en el día,
cuando los güilis, con sus niñerías,
hondeando mirlos pasan con sus perros a arrear la hacienda.
El deshacer del camino
los volverá a traer de regreso, sumados
ya los balidos y los ladridos más las voces y gritos, se volverá
compañía, efímera, pero al fin compañía e incomodidad por la fugaz, superflua,
algarabía.
Ayer mismo, Don Clemente deambulaba los campos
con sus lazos y hasta su caballo. Es sabido: un fantasma no necesitaría
montura, tampoco andaría persiguiendo
animales extraviados en el caer de la tarde, porque ya un difunto no ha
menester de nada, ni mucho menos tiene de qué preocuparse, dicen.
Doña Carmen, la mujer
del viejo, siempre pasa sin saludar. Es de poco hablar. Parca como ninguno. Ya
de antes, por obligación, a todo ¿cómo le va? contestaba, y… regular, nomás.
Tirando para no aflojar. Y quedarse parada mirándote con ojos indiferentes que
parecen estar a punto de gritar hartazgo o ¡y a mí qué me importa! Sostenidos
por párpados suculentos que enmarcan el negro humor de sus iris.
Después del regular nomás… ¿Para qué seguir
preguntando? Pasemos a hablar de
quesillos o panes caseros y hasta de antiguallas antes que seguir con
intromisiones. Morena y vieja, aunque no
lleva canas: Demasiado seria, le juega en contra: pocos la quieren por estos
lados.
Otro que también volvió
por estos días, Cirilo: dicen se había ido sin avisar a nadie: ¡Qué alegría
para su madre!
Doña Justina no quiso ni nombrarlo por ese
tiempo en que estuvo desaparecido. Por entonces se le murió el alazán en el que
podían ir a buscar las provisiones. Dejamos de verla, sólo el día de las ánimas
se aparece con sus flores de papel: rosas o claveles de crep cuyos colores se irán desvaneciendo bajo los
soles y tormentas del verano posterior: las coronas ancladas en uno de los brazos de la cruz, bajo la
portentosa luminosidad de estas altitudes: única manera de evitar que el viento
se apropie de las flores.
Es esa la época en que
todos nos encontramos en torno a nuestros antepasados: Las tumbas se iluminan
de colores y voces que quedas ordenan el familiar rito fúnebre: Desmalezado,
limpieza, ordenamiento de las vituallas del ausente, repintadas de las cruces o
de los nichos que resistirán el embate incesante del vendaval: a los prematuramente
retirados de la vida, sus juguetes preferidos. A los adultos, los colores del
club de su fanatismo en algunos, en otros, desvanecidas fotos: réplicas del cuerpo físico, en dos dimensiones, las
más de las veces un mutilado retrato tan desalmado como los restos cenicientos
del fotografiado que descansan debajo del cristiano gnomon. Unas velas
encendidas a buen resguardo para que su lumbre eleve las oraciones al altísimo,
para que esa luz alumbre en la oscuridad, la dirección del viaje.
Mientras el cuerpo
físico continúa su peregrinaje entre materia y energía, convirtiéndose en
cenizas, y postreramente, transmutado en
elementos, volver formando parte de las mismas Gazanias silvestres o de las
Zinnias peruvianas in situ, que tímidamente parecen buscar lugar en la hierba,
entre los accidentes del relieve y las tumbas.
Simétricamente Junto a los párvulos de las
antiguas sepulturas, los ancestros también ofrendaban pequeñas mascotas en
piedra o cerámicas cocidas, a sus niños en ese viaje: simplificada imagen de un
zorro en blanco cuarzo, sintética llamita en piedra, palomas de terracota seguramente cocidas
sobre el rescoldo del fogón: amorosamente trabajada, la arcilla, la piedra: los
artesanos modelaban sus votivos vasos ceremoniales: hombrecitos gateando: de
panza sobre el suelo: yosoylaresurrecciónylavida.
El tiempo podría ser circular, porque ahora
mismo todo parece repetirse: lindero al jardín está el Campo Santo: fue Catalina la que donó ese
espacio de los antepasados para los
antepasados: Allí enterró al primer marido, Decía también que quería ir allí
con él, el día que le tocara. Al
segundo, lo enterró en el de La Alumbrera. Era de sospechar que querría pasar
su eternidad enlazada como la urdimbre y la trama de sus ponchos y labores, con
quien fuera el primero. Me lo dijo varias veces pensando que sería yo el
albacea de sus restos: Una pareja puede convivir una vida sin amarse, por
simple conveniencia. Es posible el respeto, sí, pero esa magia llamada amor, no
es fácil de conseguir con cualquiera.
Allá nacían, allá
vivían, allá yacen. Después de las visitas de todos los santos y el día de los
muertos, las tumbas volverán a caer bajo el bisbiseo, seseo, secreteo de los
vientos, aplastadas por la luminosidad de un cielo celeste mucho más amplio que
la misma tierra divisable.
Catalina volvió con su
retahíla de reclamos, amenazándome como cuando niño, con ese rigor sin
clemencia que devenía en castigo.
Me reclamaba abandono,
pero ante mis excusas, se detenía a escucharme con pena. Me entendía como una
madre y sufría como una madre con mi dolor. Y yo la perdonaba y ella me
perdonaba. Y yo la perdonaba y ella me perdonaba. Infinitas veces.
Antes yo trataba de
comprarla con dádivas: algún dinero para tranquilizar mi conciencia: me sentía
en deuda. Ella sabía que yo le debía obediencia, aunque también siempre me
quedó como una vaga sospecha de que ella también se sentía en deuda conmigo:
¿Qué sería? Algo pretérito a mi conciencia y que sólo ella llevaba como un
remordimiento.
Así había sido desde que era niño.
Mis canas no sirvieron
para cambiar esa especie de tiranía que se establece entre los afectos, yo
tampoco jamás había sabido enfrentarla o contradecirla. Seguro de que haría
cualquier cosa que Catalina me pidiera.
Yo siento dolor por
aquella ausencia: Tuve miedo de enfrentarme con esas circunstancias: es que es
duro ver el fin de lo amado.
Pero cuando llega el
frío: todo se oscurece y mucho ocurre al resguardo del fogón, será por eso que
el invierno huele a humo de leños retorcidos, arrastrados por las crecientes
del verano, o transportado a lomo de mular por entre los pajonales desde
aquellos bosques allende las cumbres.
Él no está, ya lo sé:
Era de pocas palabras y de beber demasiado. En lo de parco estoy de acuerdo sin
ser exagerado: Es concisión, es economía. Lo cual siempre hubiera sido beneficioso. Pero en aquello de tomar
acompañado de mujeres: porque siendo sinceros: el tomar es cosa de hombres.
Dicen que ella, ebria, quemó las escrituras. Nos heredó su brevedad, su
concisión, su desnudez, su despojamiento. O nos desheredó de esa prueba viva
que es enigma, misterio.
Eso era algo así como
buscar al padre en el fondo de una copa.
Esos recónditos dolores que no se curan, esos perdones que no se dieron,
ese volver siempre sobre el remordimiento es lo que enferma. Perdones que no se
obtuvieron: desamor, orfandad infinita del ¿Por qué a mí no?
Él se jactaba de ser el dueño de muchas tierras y de las almas que la habitaban. A veces,
haciéndose el gracioso repetía que todos aquellos con ojitos claros, salvo las
cabras eran hijos suyos.
De ella dijo, o que era
muy audaz, o demasiado inocente: ir al río a tomarse baños en poca ropa,
mientras la hacienda pastaba, siendo casi una niña.
Andando por los campos,
la divisó en el remanso y le solicitó
permiso para entrar a tomarse un baño allí mismo.
Pareció decir que sí,
aunque también pudo ser indiferencia a su presencia.
Ya en el río comenzó
recordándole la existencia de aquellas culebras de agua que abundan y se
deslizan zigzagueantes en el seno líquido y aunque inofensivas, asustan a los niños.
Entonces, ella pareció inquietarse ante
la idea.
Aprovechó ese instante
de debilidad y se le fue acercando.
Era una niña, hasta ese
día en el agua, en que la apretó firme contra sus partes.
Ella solo llevaba enagua
y él ya había terminado de desnudarse en el mismo remanso.
Todo parecía no
ocurrir, puesto que ocurría debajo del agua: sintió la resistencia al empuje y
la avidez de su respiración.
Fueron unas cuantas
veces apenas. Lo que duró ese verano: Merodeaba todas las tardes, hasta que
volvía a encontrarla. No importaba que aún fuera una niña.
Al finalizar la
estación cálida, los campos se hallaban cargados de pasturas. Como cada año, se
organizaron corridas para rejuntar y marcar la hacienda nacida en la temporada,
antes de llevarlos a pasar el invierno en las cumbres húmedas del Yucumán:
Vinieron muchos de los arrieros de los campos distantes a acampar durante las
corridas: Ella se entendió con ellos, atendiéndolos, en especial a los más
apuestos. Ya nada le quedaba de esa inocencia.
Él se tuvo que
contentar con mirarla de lejos: Era mejor evitar murmuraciones, además estaban
las familias de por medio.
¿Acaso lo haría a
propósito? ¿Disfrutaba haciéndolo sufrir, sin que pudiera hacer nada para
sujetarla?
Es conocido que a toda
acción, le sigue una reacción aunque transcurrió el invierno sin que esa
reacción se manifestara. Tampoco hacen falta tantas palabras para decir las
cosas: Dice mi madre, que a palabras y plumas, el viento las tumba. Y cuando la
memoria falla, se va abreviando el texto: se simplifica y se vuelve una
sentencia henchida de infinitos mensajes en los que algunos intentan encontrar
el sentido último de la existencia.
Catalina bajaba de a
caballo hasta Fuerte Quemado. Es un largo e incomodo viaje entre cactus
enhiestos y árboles retorcidos, divisando pumas huidizos o chinchillas
acróbatas durante la travesía. Valiente para ser mujer y sola en el trayecto de
montañas que se desbarrancan entre peñas y ventisca, conviene conocer bien la
senda entre algarrobos añejos y reptiles.
Serán cuatro a cinco leguas las que nos
separan del poblado. Allá hay médicos, víveres y oficinas para hacer trámites.
Desde esta altura, el
llano se ve recorrido por remolinos que se elevan en dirección a los cúmulos ralos
que surcan el espacio. La incandescencia luminosa solo invita a rememorar
fuego. Sólo el constante y fuerte viento que barre incansable en dirección
abajo, ululando, soplando, susurrando, arrastrando, llevándose todo lo que no
esté anclado o aferrado al suelo, atraído además por ese secreto magnetismo que
ejercen los abismos.
Abajo el calor aplasta:
El aire, en verano, se vuelve incendiario en el día, aunque la noche de suaves
brisas sea más clemente.
Los antiguos bosques,
expoliados por generaciones, fueron
suplantados por un desierto metamórfico de cauces empedrados y
enarenados por desbordados torrentes
veraniegos: Plantaciones de
longevos olivos, tapizan los campos en las quebradas impuestas al paisaje
por algún cauce, en este desierto lunar e incandescente.
En el pueblo, se pagan
impuestos, se inscriben nacimientos y defunciones o se buscan vituallas para el
año, aunque algunas veces se desciende también para las celebraciones
religiosas: la festividad de San Isidro precedida por la llegada de parcos
montañeses montados de a caballo, de a
mular o de a pie: sus misachicos de vírgenes virreinales: trayendo
cintas y flores de tela para ornar el
dosel del ícono de bueyes meditabundos que presidirá la festividad, enredando
con esas cintas, flores, pequeñas vasijas de terracota o diminutas herramientas para la labranza: en
los preparativos apenas se oyen aquellas quedas voces en derredor a la litera
desde la cual el santo bendecirá los cardinales para la
abundancia de futuras cosechas, siempre algo de las siembras para la
supervivencia y un excedente para obtener algún dinero. Alrededor de la imagen,
los lugareños.
Más tarde, durante
el recorrido de la procesión armonizada
por quenas y tambores que inundan el
aire de buenas intenciones, los solitarios montañeses seguirán la música que
puede llegar al Divino con sus oraciones, sus
padrenuestroquestasenloscielos, etéreo, aéreo. Distante. Santificadoseatunombrevengaanostureino,
recorriendo la inmensidad del valle, barriendo como la ventisca los huertos,
deshaciendo cualquier creación indeseable, transmutándola por realizaciones,
hágasetuvoluntadasíenlatierracomoenelcielo, que se cumpla lo que yo
quiero, hágasetuvoluntadasíenlatierracomoenelcielo,
cúmpleme mi deseo, hágasetuvoluntadasíenlatierracomoenelcielo, que se cumpla,
que se cumpla, que se cumpla.
Ella también es mía.
PorlavoluntaddeDiospadretodopoderoso.
Era la tarde y la hora
en que el sol la cresta dora de los
Andes. Acaso son esos rayos oblicuos, que descienden al caer de la tarde,
convirtiendo en oro refulgente las matas de pastizales los que evoca
Echeverría. Son las mismas luces que cambian a cada instante transmutando cada
visión en irrepetible, sin embargo
siempre está, aunque cambiante, transmutante está, esquelaluzdeDiosnuncafalla.
Los campos, dorados
bajo las últimas luces de la tarde: el nevado azul y plata elevándose todavía
más arriba de las majadas de nubarrones
que se irán arrimando en pos de la próxima tormenta de verano: rayos,
relámpagos, truenos, centellas, vendavales, aguaceros espesos alimentando las
erosivas crecientes que se precipitan entre desfiladeros, juntan cauces y rugen por los campos tras lo
cual, el nevado volverá a emerger más nevado aún: Límpida de impurezas, la
atmosfera permitirá ver el paisaje, nítido en la distancia.
Era sí de pocas
palabras y beber demasiado, se ponía
violento y hasta desconocía a sus propios afectos. No era malo, sólo se
emborrachaba los fines de semana.
El caballo había
regresado solo a su querencia: pensaron en un accidente, buscándolo durante
varios días, hasta finalmente encontrarlo:
Fue muy doloroso para sus hermanos hallarlo gracias a los círculos volátiles de carroñeras. Arriba,
en la chispeante luminosidad de la atmosfera, espirales concéntricas de negros
eslabones entre el cielo y la tierra: los cóndores. Abajo, esperando a su amo
que no despertará más de ese extraño sueño en el que pende con los pies
despegados aunque cercanos al suelo: En el vórtice mismo de aquel espiral, casi
tocando el piso, colgaba de su lazo en un solitario algarrobo, el perro
gruñendo y disputándose con las negras aves el amo.
Algo ha de sentir ella,
aunque nunca lo sabremos. Es también de pocas palabras.
De la fauna,
el que más alto llega es el cóndor,
planea en círculos entre arco iris
circulares que proyecta la luz sobre un
cielo de amatista, más arriba que cualquiera de estos innumerables cerros que
se suceden hasta la cordillera:
milenariamente vuela como cuando descarnaba a los ancestros: Ese sería el
origen de esa energía oscura que deambula cerca de la cuesta: se le armó un
lindo monolito con una importante cruz y, en el interior, su fotografía. ¿Por
qué será que en las fotos de los muertos se percibe la muerte acechante? Esos
ojos vacíos, inmóviles. Esa expresión de ya no soy. Aunque padrecura, no haya
permitido que pusieran cruz sobre su tumba en el camposanto.
Allá permanece, incluso
después que descolgaron y sepultaron el cuerpo, deambulando por los lugares
donde habitualmente solía circular. Habría algo en él que no se resignaba. ¿A
qué se debería ese apego que no lo liberaba? lo mantuvo encadenado hasta ahora
mismo al sitio: seguro que descarnado no podría retornar sobre sus pasos.
Por allá pena el que se
sabía dueño de toda esta tierra y su hacienda por herencia, por derecho consuetudinario. Amarrado, aprisionado a este lugar entre los
despeñaderos.
La lana para hilar y
luego entramar en el telar, pasando la estación fría cerca del fuego: Catalina
tejía los mejores ponchos por estos lares. Trama cerrada y abrigado como
ninguno. Era una tarea que le llevaba buena parte de las frías jornadas. El
segundo marido, que la volvería viuda
por segunda vez, aunque ellos todavía lo ignoraran, hacía girar la piedra del
molino con la ayuda de pacientes y
voluntariosos bueyes, obtenía
harina que compartía por maquila con los vecinos, mientras ella tejía o bordaba
las coloridas alforjas con motivos florares, frutales y hasta ornitológicos,
para adornar las ancas del animal.
Los vendía, bien cobrados
porque era una tarea larga y ardua. En ocasiones, él trenzaba los tientos
cortados de los cueros vacunos, encerados hasta convertirlos en resistentes
lazos para las tareas de campo.
Pero ese día en que
ocurrió aquello, yo ya estaba próximo a darme cuenta de que es imposible obrar
un bien sin cometer un daño. Entiéndase que quiero resaltar que tras mucho
meditar y en muchos sentidos, la lógica me llevó a deducir que esto era una
ley, no escrita pero tan concreta y verificable como la de la misma gravedad.
Iba atravesando el
campo cuando divisé a la anciana a la orilla del camino. Llevaba un inmenso
bolsón más alto que la mitad de su humanidad. Mirándome a contraluz se tapaba
los ojos pero con angustia en el gesto me pidió que la acercara. Un perro rojizo y grande la
merodeaba haciéndole fiesta.
Puedo llevarla a usted
pero no al perro, le aclaré por si acaso a lo que ella apresurada, advirtió.
No, si no es mío. Me
viene siguiendo desde hace un rato.
En la distracción de
apear a la anciana en las ancas el buen caballo, éste pisó la pata del perro y
el perro desesperado tiró primero el tarascón y aulló luego pero ya el caballo
había tirado a la vieja al piso.
Lo que iba a ser una
obra de bien, es decir interesada en el bienestar del prójimo, se transmutó en un pésimo rato, aunque
se dice que no ha de arrepentirse aquel que obra bien intencionadamente.
Después de aquella desafortunada situación entendí que podría arrepentirme sin desmedro de la
buena voluntad que hubiere:
Ella no volvió a
coquetear. Parecía que todos le fuéramos poco. Tampoco guardó ni luto ni cargo por la manera en que murió. Como si
percibiera que no terminó de desaparecer, tanto como lo hubiera deseado: decían también que esa
oscura energía deambula cerca del remanso donde el agua lavó su inocencia:
Dicen que esos muertos no tienen descanso.
Aunque en las tardes de
verano suele ir al río a tomarse un baño, la acompaña ahora un perro guardián
que es malo como un demonio: No dejaría que ni un espectro se le acercara.
Ya no hay lugar en esta
tumba. Apenas podemos apretarnos más.
Aunque la tierra es generosa y digerirá los cuerpos físicos en un plazo no
demasiado largo: ¿No es acaso bíblica sentencia? Polvo eres y polvo serás.
Somos tierra pero también una fuerza mantiene cohesionado ese orden que impide
que todo se desmorone; y también somos agua y fuego, aunque alguna
fuerza también impide que entre ellos se devoren y madera, aunque la expresión
final será tierra. ¿Y el fuego? ¿Será acaso el alma?
Pero ¿Qué es esa
inmortalidad llamada alma? fuego, el ánima, el cuerpo vital, encadenada a esa
otra cosa que es la mortalidad del cuerpo, que es mineral, tierra. Eso es la
vida: Fuego sobre tierra, agua sobre tierra.
Las voces vuelven,
acaso es el retorno de los niños conduciendo la hacienda a buen resguardo,
deshaciendo el camino: Hasta no hace mucho, aquella niña era una de esas
voces.
Hay veces en el verano,
cuando vuelve de tomar su baño, aprovechando las penumbras de las últimas luces
sobre el nevado, en que se detiene en el camposanto y sacrílega mente orina
sobre aquella tumba sin cruz.
Aquí mismo, por donde
pasan los vientos, tantos que ni los muertos encuentran descanso.
JORGE NAMUR, Yerba
Buena, julio de 2011