Fue por aquel entonces cuando ayudaba a mi hermano en el cultivo de tabaco, razón por la que tuve que trasladarme a vivir al campo. A veces, para sobrellevar lo más placenteramente posible los tórridos veranos que se acompañaban del consabido aislamiento familiar, tenía el pasatiempo de alternar con los lugareños después de la jornada de trabajo. De tanto en tanto visitaba un campo vecino donde una anciana tenía establecido un matriarcado en el que los numerosos miembros de tres o más generaciones de su familia trabajaban bajo su dirección: también eran tabacaleros y hacendados: del ordeñe, elaboraban quesos y quesillos para la venta, la artesanía inmaculada era el asiento de su economía y también el buen pretexto para mis recurrentes visitas,
Uno de esos veranos llamó mi atención un pájaro enjaulado que salvo pequeñas áreas; el pico y las patas de color castaño, el resto, en especial el plumaje era de absoluto blanco.
Viéndolo de lejos, supuse que sería un bollero: tímidas y solitarias, escurridizas e insectívoras aves a las que siempre añoré ver de cerca aunque sin éxito. Me precipité sobre la novedad, arrobado tanto por su conspicua belleza como por la posibilidad de contemplar de cerca eso que siempre me apareció tan distante.
La matriarca, acostumbraba a interponerse entre los integrantes de su familia y los forasteros, oficiando invariablemente de interlocutora, filtrando de paso en tan precavido trámite cualquier intercambio de ideas que pudiera alterar el cerrado cerco de interrelaciones con el resto de la dinastía.
Al inquirirla sobre el pájaro, me deslumbró con la realidad de que se trataba de un zorzal: nacido en una nidada en la higuera de su propio patio, esa que hacía sombra sobre el corral donde se llenaban los búcaros de leche para los cuajos y más tarde prensado de los quesos.
Aunque éste se había distinguido de sus hermanos por ser albino.
En el mismo instante de su relato iba entendiendo que me hallaba frente a una rara excepción, aún más, a una casi imposible excepción, y esto me cautivó. Aunque también me llenó de un raro, vago, recóndito presentimiento... Inmediatamente le propuse la compra.
La sabia más que octogenaria que no en vano había apagado ochenta y seis más ochenta y cinco, más ochenta y cuatro y así sucesivamente, hasta llegar a las primeras lo que totaliza algo así como tres mil setecientas cuarenta y un velitas en todos sus años, pero a estas últimas no las contemos porque fueron apagadas por interpósitas personas. Obviamente tenía que negarse, no de vicio había visto nacer y morir el día tantas veces y sospecharía acertadamente que era invaluable. Tampoco era tan fácil como ir al almacén de la esquina a preguntar por el precio de una docena de zorzales albinos.
La siguiente temporada veraniega me imponía volver tras los cultivos y retomar mis rutinas y entre ellas la de la búsqueda de quesos, o era acaso por esa entrañable curiosidad que siempre me hizo desear conocer el interior de cada vivienda, echar de cerca una ojeada a los secretos arcanos de cada familia.
Al llegar lo primero que hice fue preguntar por el ave.
La vieja matriarca comenzó contándome algo que ya sabía: parte de la familia, trasladándose en un vehículo desde La Cocha a Huasa Pampa sur, habían sufrido un accidente: uno de sus hijos murió aquella noche.
No faltó el vecino que supo interpretar en la llegada del ave a la casa un mensaje: un anuncio, una especie de oráculo que vaticinaba la futura desgracia
Esa noche también se alteraría el destino del pájaro, cuando la vieja, en un rapto de furia venida más seguro de su declinante autoridad senil que de la certidumbre sobre la culpabilidad del ave, decidió sacrificarla.
Al respecto nada es seguro. Una de sus hijas o ahijadas me contó que a último momento el animal escapó de sus manos justo cuando iba a desintegrarlo de un apretón
Seguramente huyó aterrado, describió incluso parte de la fuga aunque los detalles me llenaron de dudas.
Dicen que su vuelo, había dejado una infinita estela de plumas blancas que flotaba muchos días después por cualquier parte: en las casas del vecindario, en la cocina campestre; entremezclada con las cenizas del fogón entre las tortillas al rescoldo o incluso en el interior de los quesos de tan cuidada elaboración.
Dicen los niños de la casa que en el tornasolado lechoso de aquellas plumas, reflejados en los brillos se podían adivinar antiguos animales, seres extinguidos: un jaguareté, o en otras un tapir, en algunas se veían tucanes volando entre los ramajes de las selva. Toda una fauna de seres desaparecidos hacía ya mucho tiempo hasta de la memoria.
Reinaldo, el fiel capataz del campo asegura que todavía aparece cada temporada
Otra de las hijas ahijadas o lo que fuere me dio otra versión
El ave se escabulló sí, para escapar dejando a su paso una infinita estela de plumas blancas que fosforecieron en las sombras de la noche en dirección a la negra bóveda solo llenada por la luz infinita de una luna llena portentosa y glacial que envuelta en iridiscente ropaje de muselinas y gasas anunciaba la pesada helada que entreteje la noche.
Cierto atardecer mirando la puesta de sol tras Los Andes, alcancé a oír el inconfundible canto de un zorzal entre el ramaje de las moras, a esa hora las luces son casi una penumbra de oro purpúreo que se asienta sobre el paisaje y los objetos, una luz en descenso. En paulatino apagarse, amortiguarse. Un crescendo a la inversa como un pianísimo.
Creo haberlo visto por un instante, desprovisto de pigmento, una ausencia de color, una blanca salpicadura entre el verde antes de que se escabullera en dirección a la vecina selva.
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