jueves, 25 de junio de 2009

LA SUERTE DE LOS PONDALES

No se pierde la vida al morir, en la agonía, se pierde la vida en cada minuto, día a día, arrastrada en las miles de insulsas monotonías.
Stephen Vicent Benet



Fue en la monotonía del miércoles de su cumpleaños cuando Ezequiel Pondales comenzó a verse envuelto en hechos insólitos. Casi había perdido ya, a los treinta y ocho años, la esperanza de hacer algo especial cuando ocurrió aquello.
Años atrás, su padre le decía:
- Podrás ser algo grande, aunque cuídate Ezequiel, para que no termines como todos los Pondales. Y Ezequiel de tanto oírlo terminó convenciéndose de que así sería:
“Ser algo grande ­ ¡Qué fácil! pero, ¿Cómo?..." Se había preguntado más de una vez y cuando esa tarde, al mirarse en el espejo vio su imagen sumergida en un ámbito de luz parda y mortecina, apenas si se inmutó: tampoco al notar que los objetos sobre los que ponía sus manos, quedaban vibrando como acongojados.
La voz de su padre, que aún en ecos retumbaba en las paredes, lo sacó de su ensimismamiento:
- Tu tía Clementina era tan alta y delgada que su ataúd parecía un poste de álamo: la atropelló un tranvía a caballo cuando se distrajo al cruzar la calle, y como era pesada de oído...
Esa tarde, Ezequiel gozó trazando con los dedos en el aire figuras de luz pálida y mirando como se diluían poco a poco después de haber flotado un rato.
- En cambio a tu tío Carlino, lo mató de siete balazos a la salida de los tribunales un tal Vera, que tuvo que pagar por eso con la cárcel, aunque no mucho tiempo porque su hermano que por entonces era gobernador le arregló enseguida el asunto. Hubiera sido mejor para Vera tirar esos tiros al aire, porque el mismo Carlino era un tiro al aire.
Ezequiel comenzó a salir de su estupor para pensar en el uso que podría dar a sus nuevas facultades, lo que le tomó parte de la noche sofocante de ese miércoles. El jueves decidió dedicarlo íntegro al descanso, encerrado en su casa.
- Emiliano fue otra cosa: no le dolía ni la uña del dedo ni le faltaba plata. Se mató de puro aburrimiento después de la misa del domingo: se sentó en un banco de la plaza y a otra cosa.
Ezequiel pensaba construir relojes sin cuerda que funcionasen con esa vibración que su cuerpo proyectaba a los objetos inanimados, aunque el hecho no le parecía del todo factible. Pensó también hacer demostraciones públicas de sus poderes: cobrar por el derecho de verlo y destinar el dinero para una campaña en contra del anonimato. A fuerza de tanto pensar el jueves le resultó corto, lo mismo que los días sucesivos en los que solo salió de sus meditaciones porque la voz de su padre continuaba irrumpiendo en la calma tensa del cuarto y le hablaba de hechos tan antiguos que ni siquiera le producían nostalgia.
- Hasta el momento soy el único Pondales que no tuvo un fin trágico y es porque me cuido de eso. No quisiera terminar como mi hermano mayor, despellejado vivo por un caldo hirviente...
“Anda penando", pensó Ezequiel, " porque nunca se perdonó el haberse muerto de viejo..." En seguida miró sus manos para comprobar que la luz no había dejado de rondarlo y decidió salir para ejecutar sus nuevas facultades.
Quiso abrir la puerta pero la traspasó como si hubiese sido de vidrio, asustado, encongió los brazos. Volvió a estirarlos y de nuevo su cuerpo, pura luz, la traspuso sin abrirla. Salió estupefacto, quiso dar un paso y descubrió que cualquier esfuerzo lo hacía disgregarse en miles de partículas luminosas y cada vez era mayor el esfuerzo mental que debía hacer para condensarlas y reconstruirse a si mismo. Apresurado iba a hablar de sus milagrosos poderes cuando una ráfaga del cálido viento de las noches de marzo, lo desmenuzó en un enjambre de pequeñísimas partículas luminosas que se dispersaron en el aire.
De un grupo de niños que jugaban en la acera de en frente, uno vio los destellos y señalándolos se hechó a correr mientras gritaba:
- ¡Las luciérnagas! ­ ¡Las luciérnagas! ¿Quién las atrapa?
Ninguno escuchó las apenas perceptibles voces desesperadas de los infinitos Ezequieles, ni siquiera llamó la atención a nadie, días después, la noticia de su desaparición.


Jorge J. Namur

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