- Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
El Aleph Jorge Luís Borges
Recuerdo vagamente el placer que me producía comprobar que el ámbito de luz que acompañaba a Beatriz, causaba en muchos una sensación de irrealidad. Debo haberla amado a pesar de su indiferencia. Por entonces comenzó su hoy indefinido viaje. Ausente ella, me dedique a la vana devoción de su persona. Cautamente, para no delatarme, averiguaba sus varios paraderos: en Buenos Aires perdió su confesa vocación de diseñadora estilista al sepultarse entre libros de una ilegible biblioteca, de no sé que arrabales del barrio sur. Tres años después reaparece nuevamente extraviada pero esta vez en los corredores de un museo en Uruguay, donde guiaba turistas apresurados por terminar el periplo para salir a comprar lo que se pueda.
Su perpetua ausencia fue un buen motivo para volver a la casa, donde ya de antaño vivían, porque no decirlo, extraviados entre los residuos de una mansión en la que, creyeron alguna vez, habitarían para siempre. Su hermano Carlos era el pretexto para mis visitas y así espiar de cerca los sutiles reflejos que aún circundaban los objetos ungidos por ella.
- El mal humano es la lengua.- afirmaba concienzudo.
- Imagínalo salvado por la máquina.- parafraseaba en luminoso acierto, aunque esta ideas parecían más una suerte de casualidad probabilística, que conclusiones más profundas.
- Genes migratorios es lo que somos.- Exaltándose al adivinar mi demencia ante una oración perdida entre infinitas medianías que me hundían en una melancólica sensación de pérdida, de tiempo muerto, de aguas estancas pero irrenunciables, porque sabiendo todo inútil en el fondo de mi ser yo albergaba algo, infinitamente indefinido pero que sabía a ciencia cierta imposible. Sin dudar de mi credibilidad argumentaba haber vislumbrado "ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre los hombres usurpan pero que a ninguno le ha sido dado contemplar..."creo que así dijo Borges al referir al insondable, al universo. Borges pudo imaginarlo pero ¿Lo pudo hacer Carlos? Me refiero y refiero lo dicho por él seguramente animado por mi paciencia.
Yo lo escuchaba, metódica e inquebrantablemente, lo escuchaba. Estas visitas me imponían confrontar aquel espejo: dorado a la hoja, forma de lira. Transmigrante que habría seguramente digerido en su luna intestinas cuestiones de la historia nacional. Perfilaba lo que a más sinceridad correspondería, ocupara un espacio en el blasón de la familia, ya que siendo la última letra como lo es la omega, simboliza el fin de la otrora cuantiosa fortuna de Don Juan Pérez; casado con una prima mayor que él: Doña Teodelina Pérez Milona y que de tal colisión, dejó como saldo, entre otros hijos: Beatriz y Carlos.
La lira gozaba su posición engrandeciendo mi vanidad y devolviendo aunque inversos, los acontecimientos familiares en el patio colonial que quedaba a mis espaldas. Alguna vez, mientras Carlos hablaba, yo alcancé a ver los destellos de Beatriz circundándonos, volvía recurrente el recuerdo de aquel vestido negro, cortado y cosido por ella misma en siestas de fútiles conversaciones domésticas. Rememoraba su predilección por un collar de perlas similar a uno genuino que fuera de su abuela materna; extinto en las últimas conflagraciones familiares en torno a la herencia: capitulaciones firmadas, en el armisticio, alcanzó para un anillo por cada biznieta.
Cuantas veces la omega se ruborizó ante la imagen de Beatriz engalanada de fiesta, y yo observador culpable.
Mágica evocación de ti omega, círculo que casi se cierra sin nunca lograrlo. Negro contorno que aprisionas volúmenes vacíos o mejor, llenos de un vacío: evocas músicas, cantos. Algo de ella pierde. Algo gana. Visión invertida y parásita del mundo, fatigado azogue, desvaído de recuerdos y que alguna vez un atardecer apocalíptico lo tiñó de fuego, convirtiendo en espectros de Beatriz a los habitantes de la casa; y ellos lamentablemente ajenos a este prodigio. En él vi cambiar el día en noche; las begonias del gran patio contiguo salpicarse con la peste del oídio, adivinaba sus satinadas texturas en el ataque: espora errante que remontas vuelo. Dispersos viajeros de climas y geografías, perteneces a la misma raza del que será el último comensal de tu tiempo.
Porción de universo, abertura entre cielo y tierra: Omega: en ti mis días especulares y fugaces como las volátiles y ocasionales imágenes que se llenan de perfumes conocidos, reavivando el sonido de voces veladas, de tu infinita ausencia.
A veces recuerdo vagamente su vestido negro. Cierta vez la encontré en un aeropuerto, a punto de tomar un vuelo. Vuela hoy por el mundo Beatriz, igual que la errática espora del hongo, buscando el sustrato que la cobije para continuar deshaciendo la vida, esa sucesión de sueños en la que vagamos prisioneros. Llevará por equipaje un atado de ilusiones, hechas de la misma sustancia de sus actos. Entre esas imágenes seguramente yo seré un recuerdo desvaído como el ajado azogue. Extraviado entre los recuerdos invertidos y enredados del espejo. Quizá nos veamos en otra parte, transcurridos algunos años, y ni recuerde su rostro, o su tiempo.
¿Desperdigará a su paso las rosadas iridiscencias?
Quizá lo único que recuerde de ella, sea su negro vestido o su largo collar de perlas apócrifas.
Jorge Namur
10 5 96
No hay comentarios:
Publicar un comentario