domingo, 8 de noviembre de 2009

ANGEL SE BUSCA

Al augur que se supone encierra el número trece lo asocio al recuerdo de un compañero cuyo rostro no alcanza mi memoria a recuperar de entre los recuerdos del internado que compartíamos en Córdoba: aquel día me sorprendió durante el recreo previo al almuerzo al exclamar, ¡ Suerte que es miércoles y no martes trece!
Niño entonces, poco había oído sobre vaticinios: pasado los años terminé por escuchar también que este oscuro espíritu se nutre del número formado por Jesús y sus apóstoles.
Al rato de esta inofensiva conversación me citaban desde la portería del inmenso edificio de arquitectura francesa del colegio: un vecino y amigo de mi tío traía la noticia de que mi padre habría sufrido un grave accidente por lo que debería trasladarme a casa de mis parientes para viajar de inmediato a Tucumán.
Pienso que la alocada carrera con la que bajábamos los varios pisos debió de haberme dejado sin aire a lo que se sumaba la devastadora novedad; aunque también recuerdo que la noche previa a tamaño infortunio, tratando de conciliar el sueño, me invadió una dolorosa sensación de vacío al presumir la posible ausencia de mi padre en mi vida, pudo ser una simple casualidad, o es que acaso el pensamiento llega más adelante en el tiempo, anticipándose a los hechos.
Tras el breve diálogo con el vecino, entre los ahogados ecos en las penumbras de la portería, próximos a una nívea estatua de San Juan Bautista de La Salle en amoroso dialogo con una pareja de niños, perdí el sentido por un instante y al volver de ese acercamiento a la nada, tuve la certeza de aquello que debería haber sido sólo una sospecha hasta la noche cuando finalizara el inminente viaje.
Era por entonces que se gestaba el “Cordobaso”, el secuestro y asesinato del ex presidente de facto Aramburu: acontecimiento que desestabilizaba otro gobierno. Se sucedían noctámbulos atentados con bombas en puntos a veces inexplicables, como el de confitería La Oriental; rememoro también aquel avión en las inmediaciones del aeropuerto Pajas Blancas: ese sábado Tío Alberto me buscó para que pasara el fin de semana en su casa y desviándonos del camino nos llevó junto a sus hijos para que viéramos las apenas perceptibles manchas de aceite a las que se habían reducido nave y ocupantes, casi volatilizados, excusando la oculta redundancia, en el aire a unos minutos apenas del despegue; grande fue su sorpresa por la celeridad con la que habían borrado hasta los rumores; pero mi tío era una persona informada en su cargo casi vitalicio de Contador General de la Provincia, comprobaba ahora con ojos vistos que aquellos rumores tenían fundamento.
Alguien supuso que los castos impúberes y hasta los púberes internos del santo colegio también seríamos posibles candidatos para uno de aquellos atentados, por lo que en las noches los mismos hermanos Lasallanos montaban guardia en las altas torres fusil al hombro para impedir que cualquier intruso se escabullera por entre los cipreses de los jardines. Tras este doloroso tumulto volvería la democracia aunque ahora había una generalizada insatisfacción: fue un período breve y confuso en el que sucedieron algunos de los más violentos acontecimientos de nuestra historia. Entre los altibajos producidos por disoluciones y restauraciones de la república, casi como en la búsqueda por acierto y error de una República Utópica, con golpes mechados con democracias y hasta goles, musicalizados con las idílicas propuestas de los Beatles sobre un mundo más libre y amoroso esperanzados en el futuro, se nos fue develando una dolorosa realidad intrínseca a la condición humana pero muy lejana a la utopía de ser la tierra prometida de una preponderante clase media.
“desnutridos”
“ignorantes “
“Desocupados. “
Hoy, más que entonces incluso, la inseguridad es de las más acuciantes preocupaciones del promedio.



Treinta y seis años transcurrieron desde aquel nefasto día sin uno solo de su ausencia en que no lo nombrara o lo pensara, como tratando de llenar ese vacío con vívidos recuerdos de aquel hombre que amó y que se mudó subrepticiamente dejándonos solo su muerto ropaje. Perpetuamente fiel, mi madre me invitó a que le lleváramos flores de aniversario. Púrpura expresión de la natural sensualidad vegetal, la flores se estremecían en su mano caminando apoyada en mi brazo, y ese púrpura irradiaba una luz tenue que cambiaba la lente sobre los objetos.
Por cierto era trece y suerte que ni martes ni miércoles y una sutil luminosidad violeta enmarcaba la escena.

Tras las inocuas letanías que me sumieron en la modorra de la siesta otoñal, arropado en esa sensación de que mi cerebro se quedaba sin sangre, a esa hora en la que podría estar durmiendo, me sustrajo de la somnolencia sin anestesia oírla, no sin horror clamando clemencia a la hora de nuestra muerte amén, finalizadas las oraciones, antes de las que encendimos un par de velas y tras haberles dejado en compañía de esa rara variedad, diferente a las indefinidas de Crisantemos que conozco, emprendimos el regreso por entre las Tuyas y Cipreses percibiendo la triste paz del silbido de aves canoras: invisible Crespín, llorando su desconsuelo entre mausoleos, zorzales entonando sus más sentidas melodías antes del período de receso que les impondrá el incipiente invierno y entonces miré en dirección al osario, al que de niños nos acercábamos con mis hermanos hasta ver las parvas de osamentas como remedo de catacumbas casi a cielo abierto, aunque en los últimos años algún piadoso funcionario hizo emparedar para evitarnos el obsceno espectáculo de la propia muerte en silente carcajada desde el secreto escrutinio de sus órbitas, pero eso es apenas lo mineral, lo denso, aquello que no se evapora sino que se volverá ceniza o tierra, polvo eres y polvo serás para dar continuidad al infinito ciclo.
En las inmediaciones del depósito de osamentas por las que ya nadie paga rentas, esperaba divisar el ángel en enmohecido mármol, con su única ala: la ausente extraviada durante una tormenta. Pero nada de esto que me era familiar ocurrió ni volvería a ocurrir: su ausencia se impuso sin dubitaciones: como un fragoroso desmembramiento o como catarata de huesos triturados cuyo remanso nutre un remolino de cenizas, vislumbré que esa atmósfera que antes lo rodeaba con sus oscuros cipreses abarrotados de musgos a espaldas del osario tenía ahora un hueco, un orificio, un faltante, que solo podría completarse si el ángel reapareciera.
Había permanecido una centuria casi a pie juntillas sobre la cabecera de una de las tumbas aledañas: a escala humana, a un metro y medio del suelo, sobre un ahora trunco pedestal.
Acaso sus Lázaros fueron los custodios de la necrópolis o simplemente se durmieron el día que debió desaparecer, quizá por unas de esas simetrías que salpican de perplejidades nuestros actos fue canjeado por igual cantidad de monedas que Jesús con ellos de inocentes cómplices.
Invadido entonces por esa dolorosa sensación que trae aparejada la pérdida o el despojamiento: simétricamente con lo narrado en el primer trece de este relato, antes de preguntar, sabía la respuesta, tampoco era algo nuevo la desaparición de una estatua.
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Me dirigí inmediatamente a las oficinas del personal municipal a indagar a los responsables de la seguridad sobre la ausencia de aquel legado que yo sabía a ciencia cierto único, propio y público: junto a la estatua de la libertad en el centro de la plaza principal, eran las dos únicas esculturas de importancia de Concepción de la Ramada con el perdón de la Inmaculada por ser sagrada y según dicen de auténtico quebracho velado por sucesivas capas de estuco y hasta de pintura sintética contemporáneamente.

De mármol era y ni siquiera fue motivo de curiosidad de los periodistas que husmean por doquier removiendo muchas indiscreciones de este buen pretexto para llenar algunas líneas, menos aún de oscuros funcionarios sin el mínimo soplo de ángel, que de remover el avispero iniciarían un revuelo para seguro desprestigio de su gestión y de no venir yo a comprobarlo con mis propios ojos, nunca nadie lo sabría.
El más maduro del par de hombres que apostaban vigilancia sentados en las oficinas contiguas a la entrada al cementerio, casi bostezando ante mi inoportuna intromisión en el opaco cuartucho desde el que a través de unas ventanillas ven pasar el dolor en todas sus escalas tan asiduamente que ni lo perciben, dató la desaparición en una noche del 2004 y su desdén anunciaba por sí mismo que aquello que no revistió importancia entonces, mucho menos tendría que revestirla dos años después.

¿Acaso sería yo el único entre miles en valorarla?
¿El único en sospechar la dimensión de la pérdida entre sesenta mil almas? Pero es obvio que hubo otro más que supo apreciarla.
Ese protector que silente guardaba el sueño intemporal de aquella nativa que había acompañado al inglés en su vida de pionero en los albores del industrialismo era patrimonio de la necrópolis aunque desde ahora irrecuperable y otra porción de la historia aniquilada.
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. ¿Solamente yo extrañaré su mirada puesta en un cielo más distante que sus manos?

Por la misma época y paradójicamente, en parque Guillermina setenta centímetros de cemento habían ocupado más atención que dos metros de carrara finamente esculpido: una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, desaparecida por dos veces. Cierto es que estas misteriosas desapariciones que alimentaron artículos periodísticos y variadas sospechas fueron superadas tras enrejar la imagen con una proyección de rayos concéntricos que caen desde una paloma que vuela sobre su cabeza.

Mi hijo Tomás seguramente percibiendo mi tristeza por la pérdida, ensayó una explicación que me aportó una alícuota de alegría al imaginarle un destino diferente cuando me sugirió que podría tratarse de una asunción, uno de esos infrecuentes milagros y no de un robo más en la tumultuosa actividad delictiva en la que nos vemos sumergidos desde que nadamos por las aguas del primer mundo a pesar de que los políticos redistribuyen generosamente la riqueza.
Una asunción sería posible sí- ingrávida levitaría entre los oscuros y centenarios Eucaliptos seguramente, sólo los impasibles testigos que mudos asisten al despojamiento de sus propios cuerpos, los pedestres desencarnados deben de haberla percibido al pasar con desplazamiento ágil como el movimiento de una ráfaga entre los árboles que enmarcan el frontis del parque, sin toparse siquiera mucho menos enredarse en el desorden de los cables del iluminado público, volando leve en dirección a las miríadas de astros que salpican la bóveda. Desde donde refleja la luz cósmica como uno más de aquellos, cuidando con amoroso gesto no ahora una nativa que fue amada por un extranjero sino al urbi et orbi.

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