domingo, 8 de noviembre de 2009

ANGEL SE BUSCA

Al augur que se supone encierra el número trece lo asocio al recuerdo de un compañero cuyo rostro no alcanza mi memoria a recuperar de entre los recuerdos del internado que compartíamos en Córdoba: aquel día me sorprendió durante el recreo previo al almuerzo al exclamar, ¡ Suerte que es miércoles y no martes trece!
Niño entonces, poco había oído sobre vaticinios: pasado los años terminé por escuchar también que este oscuro espíritu se nutre del número formado por Jesús y sus apóstoles.
Al rato de esta inofensiva conversación me citaban desde la portería del inmenso edificio de arquitectura francesa del colegio: un vecino y amigo de mi tío traía la noticia de que mi padre habría sufrido un grave accidente por lo que debería trasladarme a casa de mis parientes para viajar de inmediato a Tucumán.
Pienso que la alocada carrera con la que bajábamos los varios pisos debió de haberme dejado sin aire a lo que se sumaba la devastadora novedad; aunque también recuerdo que la noche previa a tamaño infortunio, tratando de conciliar el sueño, me invadió una dolorosa sensación de vacío al presumir la posible ausencia de mi padre en mi vida, pudo ser una simple casualidad, o es que acaso el pensamiento llega más adelante en el tiempo, anticipándose a los hechos.
Tras el breve diálogo con el vecino, entre los ahogados ecos en las penumbras de la portería, próximos a una nívea estatua de San Juan Bautista de La Salle en amoroso dialogo con una pareja de niños, perdí el sentido por un instante y al volver de ese acercamiento a la nada, tuve la certeza de aquello que debería haber sido sólo una sospecha hasta la noche cuando finalizara el inminente viaje.
Era por entonces que se gestaba el “Cordobaso”, el secuestro y asesinato del ex presidente de facto Aramburu: acontecimiento que desestabilizaba otro gobierno. Se sucedían noctámbulos atentados con bombas en puntos a veces inexplicables, como el de confitería La Oriental; rememoro también aquel avión en las inmediaciones del aeropuerto Pajas Blancas: ese sábado Tío Alberto me buscó para que pasara el fin de semana en su casa y desviándonos del camino nos llevó junto a sus hijos para que viéramos las apenas perceptibles manchas de aceite a las que se habían reducido nave y ocupantes, casi volatilizados, excusando la oculta redundancia, en el aire a unos minutos apenas del despegue; grande fue su sorpresa por la celeridad con la que habían borrado hasta los rumores; pero mi tío era una persona informada en su cargo casi vitalicio de Contador General de la Provincia, comprobaba ahora con ojos vistos que aquellos rumores tenían fundamento.
Alguien supuso que los castos impúberes y hasta los púberes internos del santo colegio también seríamos posibles candidatos para uno de aquellos atentados, por lo que en las noches los mismos hermanos Lasallanos montaban guardia en las altas torres fusil al hombro para impedir que cualquier intruso se escabullera por entre los cipreses de los jardines. Tras este doloroso tumulto volvería la democracia aunque ahora había una generalizada insatisfacción: fue un período breve y confuso en el que sucedieron algunos de los más violentos acontecimientos de nuestra historia. Entre los altibajos producidos por disoluciones y restauraciones de la república, casi como en la búsqueda por acierto y error de una República Utópica, con golpes mechados con democracias y hasta goles, musicalizados con las idílicas propuestas de los Beatles sobre un mundo más libre y amoroso esperanzados en el futuro, se nos fue develando una dolorosa realidad intrínseca a la condición humana pero muy lejana a la utopía de ser la tierra prometida de una preponderante clase media.
“desnutridos”
“ignorantes “
“Desocupados. “
Hoy, más que entonces incluso, la inseguridad es de las más acuciantes preocupaciones del promedio.



Treinta y seis años transcurrieron desde aquel nefasto día sin uno solo de su ausencia en que no lo nombrara o lo pensara, como tratando de llenar ese vacío con vívidos recuerdos de aquel hombre que amó y que se mudó subrepticiamente dejándonos solo su muerto ropaje. Perpetuamente fiel, mi madre me invitó a que le lleváramos flores de aniversario. Púrpura expresión de la natural sensualidad vegetal, la flores se estremecían en su mano caminando apoyada en mi brazo, y ese púrpura irradiaba una luz tenue que cambiaba la lente sobre los objetos.
Por cierto era trece y suerte que ni martes ni miércoles y una sutil luminosidad violeta enmarcaba la escena.

Tras las inocuas letanías que me sumieron en la modorra de la siesta otoñal, arropado en esa sensación de que mi cerebro se quedaba sin sangre, a esa hora en la que podría estar durmiendo, me sustrajo de la somnolencia sin anestesia oírla, no sin horror clamando clemencia a la hora de nuestra muerte amén, finalizadas las oraciones, antes de las que encendimos un par de velas y tras haberles dejado en compañía de esa rara variedad, diferente a las indefinidas de Crisantemos que conozco, emprendimos el regreso por entre las Tuyas y Cipreses percibiendo la triste paz del silbido de aves canoras: invisible Crespín, llorando su desconsuelo entre mausoleos, zorzales entonando sus más sentidas melodías antes del período de receso que les impondrá el incipiente invierno y entonces miré en dirección al osario, al que de niños nos acercábamos con mis hermanos hasta ver las parvas de osamentas como remedo de catacumbas casi a cielo abierto, aunque en los últimos años algún piadoso funcionario hizo emparedar para evitarnos el obsceno espectáculo de la propia muerte en silente carcajada desde el secreto escrutinio de sus órbitas, pero eso es apenas lo mineral, lo denso, aquello que no se evapora sino que se volverá ceniza o tierra, polvo eres y polvo serás para dar continuidad al infinito ciclo.
En las inmediaciones del depósito de osamentas por las que ya nadie paga rentas, esperaba divisar el ángel en enmohecido mármol, con su única ala: la ausente extraviada durante una tormenta. Pero nada de esto que me era familiar ocurrió ni volvería a ocurrir: su ausencia se impuso sin dubitaciones: como un fragoroso desmembramiento o como catarata de huesos triturados cuyo remanso nutre un remolino de cenizas, vislumbré que esa atmósfera que antes lo rodeaba con sus oscuros cipreses abarrotados de musgos a espaldas del osario tenía ahora un hueco, un orificio, un faltante, que solo podría completarse si el ángel reapareciera.
Había permanecido una centuria casi a pie juntillas sobre la cabecera de una de las tumbas aledañas: a escala humana, a un metro y medio del suelo, sobre un ahora trunco pedestal.
Acaso sus Lázaros fueron los custodios de la necrópolis o simplemente se durmieron el día que debió desaparecer, quizá por unas de esas simetrías que salpican de perplejidades nuestros actos fue canjeado por igual cantidad de monedas que Jesús con ellos de inocentes cómplices.
Invadido entonces por esa dolorosa sensación que trae aparejada la pérdida o el despojamiento: simétricamente con lo narrado en el primer trece de este relato, antes de preguntar, sabía la respuesta, tampoco era algo nuevo la desaparición de una estatua.
.
Me dirigí inmediatamente a las oficinas del personal municipal a indagar a los responsables de la seguridad sobre la ausencia de aquel legado que yo sabía a ciencia cierto único, propio y público: junto a la estatua de la libertad en el centro de la plaza principal, eran las dos únicas esculturas de importancia de Concepción de la Ramada con el perdón de la Inmaculada por ser sagrada y según dicen de auténtico quebracho velado por sucesivas capas de estuco y hasta de pintura sintética contemporáneamente.

De mármol era y ni siquiera fue motivo de curiosidad de los periodistas que husmean por doquier removiendo muchas indiscreciones de este buen pretexto para llenar algunas líneas, menos aún de oscuros funcionarios sin el mínimo soplo de ángel, que de remover el avispero iniciarían un revuelo para seguro desprestigio de su gestión y de no venir yo a comprobarlo con mis propios ojos, nunca nadie lo sabría.
El más maduro del par de hombres que apostaban vigilancia sentados en las oficinas contiguas a la entrada al cementerio, casi bostezando ante mi inoportuna intromisión en el opaco cuartucho desde el que a través de unas ventanillas ven pasar el dolor en todas sus escalas tan asiduamente que ni lo perciben, dató la desaparición en una noche del 2004 y su desdén anunciaba por sí mismo que aquello que no revistió importancia entonces, mucho menos tendría que revestirla dos años después.

¿Acaso sería yo el único entre miles en valorarla?
¿El único en sospechar la dimensión de la pérdida entre sesenta mil almas? Pero es obvio que hubo otro más que supo apreciarla.
Ese protector que silente guardaba el sueño intemporal de aquella nativa que había acompañado al inglés en su vida de pionero en los albores del industrialismo era patrimonio de la necrópolis aunque desde ahora irrecuperable y otra porción de la historia aniquilada.
.
. ¿Solamente yo extrañaré su mirada puesta en un cielo más distante que sus manos?

Por la misma época y paradójicamente, en parque Guillermina setenta centímetros de cemento habían ocupado más atención que dos metros de carrara finamente esculpido: una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, desaparecida por dos veces. Cierto es que estas misteriosas desapariciones que alimentaron artículos periodísticos y variadas sospechas fueron superadas tras enrejar la imagen con una proyección de rayos concéntricos que caen desde una paloma que vuela sobre su cabeza.

Mi hijo Tomás seguramente percibiendo mi tristeza por la pérdida, ensayó una explicación que me aportó una alícuota de alegría al imaginarle un destino diferente cuando me sugirió que podría tratarse de una asunción, uno de esos infrecuentes milagros y no de un robo más en la tumultuosa actividad delictiva en la que nos vemos sumergidos desde que nadamos por las aguas del primer mundo a pesar de que los políticos redistribuyen generosamente la riqueza.
Una asunción sería posible sí- ingrávida levitaría entre los oscuros y centenarios Eucaliptos seguramente, sólo los impasibles testigos que mudos asisten al despojamiento de sus propios cuerpos, los pedestres desencarnados deben de haberla percibido al pasar con desplazamiento ágil como el movimiento de una ráfaga entre los árboles que enmarcan el frontis del parque, sin toparse siquiera mucho menos enredarse en el desorden de los cables del iluminado público, volando leve en dirección a las miríadas de astros que salpican la bóveda. Desde donde refleja la luz cósmica como uno más de aquellos, cuidando con amoroso gesto no ahora una nativa que fue amada por un extranjero sino al urbi et orbi.

sábado, 7 de noviembre de 2009

lunes, 3 de agosto de 2009

UNIGENITO

Fue por aquel entonces cuando ayudaba a mi hermano en el cultivo de tabaco, razón por la que tuve que trasladarme a vivir al campo. A veces, para sobrellevar lo más placenteramente posible los tórridos veranos que se acompañaban del consabido aislamiento familiar, tenía el pasatiempo de alternar con los lugareños después de la jornada de trabajo. De tanto en tanto visitaba un campo vecino donde una anciana tenía establecido un matriarcado en el que los numerosos miembros de tres o más generaciones de su familia trabajaban bajo su dirección: también eran tabacaleros y hacendados: del ordeñe, elaboraban quesos y quesillos para la venta, la artesanía inmaculada era el asiento de su economía y también el buen pretexto para mis recurrentes visitas,
Uno de esos veranos llamó mi atención un pájaro enjaulado que salvo pequeñas áreas; el pico y las patas de color castaño, el resto, en especial el plumaje era de absoluto blanco.

Viéndolo de lejos, supuse que sería un bollero: tímidas y solitarias, escurridizas e insectívoras aves a las que siempre añoré ver de cerca aunque sin éxito. Me precipité sobre la novedad, arrobado tanto por su conspicua belleza como por la posibilidad de contemplar de cerca eso que siempre me apareció tan distante.




La matriarca, acostumbraba a interponerse entre los integrantes de su familia y los forasteros, oficiando invariablemente de interlocutora, filtrando de paso en tan precavido trámite cualquier intercambio de ideas que pudiera alterar el cerrado cerco de interrelaciones con el resto de la dinastía.
Al inquirirla sobre el pájaro, me deslumbró con la realidad de que se trataba de un zorzal: nacido en una nidada en la higuera de su propio patio, esa que hacía sombra sobre el corral donde se llenaban los búcaros de leche para los cuajos y más tarde prensado de los quesos.
Aunque éste se había distinguido de sus hermanos por ser albino.
En el mismo instante de su relato iba entendiendo que me hallaba frente a una rara excepción, aún más, a una casi imposible excepción, y esto me cautivó. Aunque también me llenó de un raro, vago, recóndito presentimiento... Inmediatamente le propuse la compra.
La sabia más que octogenaria que no en vano había apagado ochenta y seis más ochenta y cinco, más ochenta y cuatro y así sucesivamente, hasta llegar a las primeras lo que totaliza algo así como tres mil setecientas cuarenta y un velitas en todos sus años, pero a estas últimas no las contemos porque fueron apagadas por interpósitas personas. Obviamente tenía que negarse, no de vicio había visto nacer y morir el día tantas veces y sospecharía acertadamente que era invaluable. Tampoco era tan fácil como ir al almacén de la esquina a preguntar por el precio de una docena de zorzales albinos.





La siguiente temporada veraniega me imponía volver tras los cultivos y retomar mis rutinas y entre ellas la de la búsqueda de quesos, o era acaso por esa entrañable curiosidad que siempre me hizo desear conocer el interior de cada vivienda, echar de cerca una ojeada a los secretos arcanos de cada familia.
Al llegar lo primero que hice fue preguntar por el ave.
La vieja matriarca comenzó contándome algo que ya sabía: parte de la familia, trasladándose en un vehículo desde La Cocha a Huasa Pampa sur, habían sufrido un accidente: uno de sus hijos murió aquella noche.
No faltó el vecino que supo interpretar en la llegada del ave a la casa un mensaje: un anuncio, una especie de oráculo que vaticinaba la futura desgracia
Esa noche también se alteraría el destino del pájaro, cuando la vieja, en un rapto de furia venida más seguro de su declinante autoridad senil que de la certidumbre sobre la culpabilidad del ave, decidió sacrificarla.


Al respecto nada es seguro. Una de sus hijas o ahijadas me contó que a último momento el animal escapó de sus manos justo cuando iba a desintegrarlo de un apretón
Seguramente huyó aterrado, describió incluso parte de la fuga aunque los detalles me llenaron de dudas.



Dicen que su vuelo, había dejado una infinita estela de plumas blancas que flotaba muchos días después por cualquier parte: en las casas del vecindario, en la cocina campestre; entremezclada con las cenizas del fogón entre las tortillas al rescoldo o incluso en el interior de los quesos de tan cuidada elaboración.
Dicen los niños de la casa que en el tornasolado lechoso de aquellas plumas, reflejados en los brillos se podían adivinar antiguos animales, seres extinguidos: un jaguareté, o en otras un tapir, en algunas se veían tucanes volando entre los ramajes de las selva. Toda una fauna de seres desaparecidos hacía ya mucho tiempo hasta de la memoria.

Reinaldo, el fiel capataz del campo asegura que todavía aparece cada temporada
Otra de las hijas ahijadas o lo que fuere me dio otra versión
El ave se escabulló sí, para escapar dejando a su paso una infinita estela de plumas blancas que fosforecieron en las sombras de la noche en dirección a la negra bóveda solo llenada por la luz infinita de una luna llena portentosa y glacial que envuelta en iridiscente ropaje de muselinas y gasas anunciaba la pesada helada que entreteje la noche.
Cierto atardecer mirando la puesta de sol tras Los Andes, alcancé a oír el inconfundible canto de un zorzal entre el ramaje de las moras, a esa hora las luces son casi una penumbra de oro purpúreo que se asienta sobre el paisaje y los objetos, una luz en descenso. En paulatino apagarse, amortiguarse. Un crescendo a la inversa como un pianísimo.
Creo haberlo visto por un instante, desprovisto de pigmento, una ausencia de color, una blanca salpicadura entre el verde antes de que se escabullera en dirección a la vecina selva.

jueves, 25 de junio de 2009

LA SUERTE DE LOS PONDALES

No se pierde la vida al morir, en la agonía, se pierde la vida en cada minuto, día a día, arrastrada en las miles de insulsas monotonías.
Stephen Vicent Benet



Fue en la monotonía del miércoles de su cumpleaños cuando Ezequiel Pondales comenzó a verse envuelto en hechos insólitos. Casi había perdido ya, a los treinta y ocho años, la esperanza de hacer algo especial cuando ocurrió aquello.
Años atrás, su padre le decía:
- Podrás ser algo grande, aunque cuídate Ezequiel, para que no termines como todos los Pondales. Y Ezequiel de tanto oírlo terminó convenciéndose de que así sería:
“Ser algo grande ­ ¡Qué fácil! pero, ¿Cómo?..." Se había preguntado más de una vez y cuando esa tarde, al mirarse en el espejo vio su imagen sumergida en un ámbito de luz parda y mortecina, apenas si se inmutó: tampoco al notar que los objetos sobre los que ponía sus manos, quedaban vibrando como acongojados.
La voz de su padre, que aún en ecos retumbaba en las paredes, lo sacó de su ensimismamiento:
- Tu tía Clementina era tan alta y delgada que su ataúd parecía un poste de álamo: la atropelló un tranvía a caballo cuando se distrajo al cruzar la calle, y como era pesada de oído...
Esa tarde, Ezequiel gozó trazando con los dedos en el aire figuras de luz pálida y mirando como se diluían poco a poco después de haber flotado un rato.
- En cambio a tu tío Carlino, lo mató de siete balazos a la salida de los tribunales un tal Vera, que tuvo que pagar por eso con la cárcel, aunque no mucho tiempo porque su hermano que por entonces era gobernador le arregló enseguida el asunto. Hubiera sido mejor para Vera tirar esos tiros al aire, porque el mismo Carlino era un tiro al aire.
Ezequiel comenzó a salir de su estupor para pensar en el uso que podría dar a sus nuevas facultades, lo que le tomó parte de la noche sofocante de ese miércoles. El jueves decidió dedicarlo íntegro al descanso, encerrado en su casa.
- Emiliano fue otra cosa: no le dolía ni la uña del dedo ni le faltaba plata. Se mató de puro aburrimiento después de la misa del domingo: se sentó en un banco de la plaza y a otra cosa.
Ezequiel pensaba construir relojes sin cuerda que funcionasen con esa vibración que su cuerpo proyectaba a los objetos inanimados, aunque el hecho no le parecía del todo factible. Pensó también hacer demostraciones públicas de sus poderes: cobrar por el derecho de verlo y destinar el dinero para una campaña en contra del anonimato. A fuerza de tanto pensar el jueves le resultó corto, lo mismo que los días sucesivos en los que solo salió de sus meditaciones porque la voz de su padre continuaba irrumpiendo en la calma tensa del cuarto y le hablaba de hechos tan antiguos que ni siquiera le producían nostalgia.
- Hasta el momento soy el único Pondales que no tuvo un fin trágico y es porque me cuido de eso. No quisiera terminar como mi hermano mayor, despellejado vivo por un caldo hirviente...
“Anda penando", pensó Ezequiel, " porque nunca se perdonó el haberse muerto de viejo..." En seguida miró sus manos para comprobar que la luz no había dejado de rondarlo y decidió salir para ejecutar sus nuevas facultades.
Quiso abrir la puerta pero la traspasó como si hubiese sido de vidrio, asustado, encongió los brazos. Volvió a estirarlos y de nuevo su cuerpo, pura luz, la traspuso sin abrirla. Salió estupefacto, quiso dar un paso y descubrió que cualquier esfuerzo lo hacía disgregarse en miles de partículas luminosas y cada vez era mayor el esfuerzo mental que debía hacer para condensarlas y reconstruirse a si mismo. Apresurado iba a hablar de sus milagrosos poderes cuando una ráfaga del cálido viento de las noches de marzo, lo desmenuzó en un enjambre de pequeñísimas partículas luminosas que se dispersaron en el aire.
De un grupo de niños que jugaban en la acera de en frente, uno vio los destellos y señalándolos se hechó a correr mientras gritaba:
- ¡Las luciérnagas! ­ ¡Las luciérnagas! ¿Quién las atrapa?
Ninguno escuchó las apenas perceptibles voces desesperadas de los infinitos Ezequieles, ni siquiera llamó la atención a nadie, días después, la noticia de su desaparición.


Jorge J. Namur

sábado, 20 de junio de 2009

EL OMEGA

- Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
El Aleph Jorge Luís Borges


Recuerdo vagamente el placer que me producía comprobar que el ámbito de luz que acompañaba a Beatriz, causaba en muchos una sensación de irrealidad. Debo haberla amado a pesar de su indiferencia. Por entonces comenzó su hoy indefinido viaje. Ausente ella, me dedique a la vana devoción de su persona. Cautamente, para no delatarme, averiguaba sus varios paraderos: en Buenos Aires perdió su confesa vocación de diseñadora estilista al sepultarse entre libros de una ilegible biblioteca, de no sé que arrabales del barrio sur. Tres años después reaparece nuevamente extraviada pero esta vez en los corredores de un museo en Uruguay, donde guiaba turistas apresurados por terminar el periplo para salir a comprar lo que se pueda.
Su perpetua ausencia fue un buen motivo para volver a la casa, donde ya de antaño vivían, porque no decirlo, extraviados entre los residuos de una mansión en la que, creyeron alguna vez, habitarían para siempre. Su hermano Carlos era el pretexto para mis visitas y así espiar de cerca los sutiles reflejos que aún circundaban los objetos ungidos por ella.
- El mal humano es la lengua.- afirmaba concienzudo.
- Imagínalo salvado por la máquina.- parafraseaba en luminoso acierto, aunque esta ideas parecían más una suerte de casualidad probabilística, que conclusiones más profundas.
- Genes migratorios es lo que somos.- Exaltándose al adivinar mi demencia ante una oración perdida entre infinitas medianías que me hundían en una melancólica sensación de pérdida, de tiempo muerto, de aguas estancas pero irrenunciables, porque sabiendo todo inútil en el fondo de mi ser yo albergaba algo, infinitamente indefinido pero que sabía a ciencia cierta imposible. Sin dudar de mi credibilidad argumentaba haber vislumbrado "ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre los hombres usurpan pero que a ninguno le ha sido dado contemplar..."creo que así dijo Borges al referir al insondable, al universo. Borges pudo imaginarlo pero ¿Lo pudo hacer Carlos? Me refiero y refiero lo dicho por él seguramente animado por mi paciencia.
Yo lo escuchaba, metódica e inquebrantablemente, lo escuchaba. Estas visitas me imponían confrontar aquel espejo: dorado a la hoja, forma de lira. Transmigrante que habría seguramente digerido en su luna intestinas cuestiones de la historia nacional. Perfilaba lo que a más sinceridad correspondería, ocupara un espacio en el blasón de la familia, ya que siendo la última letra como lo es la omega, simboliza el fin de la otrora cuantiosa fortuna de Don Juan Pérez; casado con una prima mayor que él: Doña Teodelina Pérez Milona y que de tal colisión, dejó como saldo, entre otros hijos: Beatriz y Carlos.
La lira gozaba su posición engrandeciendo mi vanidad y devolviendo aunque inversos, los acontecimientos familiares en el patio colonial que quedaba a mis espaldas. Alguna vez, mientras Carlos hablaba, yo alcancé a ver los destellos de Beatriz circundándonos, volvía recurrente el recuerdo de aquel vestido negro, cortado y cosido por ella misma en siestas de fútiles conversaciones domésticas. Rememoraba su predilección por un collar de perlas similar a uno genuino que fuera de su abuela materna; extinto en las últimas conflagraciones familiares en torno a la herencia: capitulaciones firmadas, en el armisticio, alcanzó para un anillo por cada biznieta.
Cuantas veces la omega se ruborizó ante la imagen de Beatriz engalanada de fiesta, y yo observador culpable.
Mágica evocación de ti omega, círculo que casi se cierra sin nunca lograrlo. Negro contorno que aprisionas volúmenes vacíos o mejor, llenos de un vacío: evocas músicas, cantos. Algo de ella pierde. Algo gana. Visión invertida y parásita del mundo, fatigado azogue, desvaído de recuerdos y que alguna vez un atardecer apocalíptico lo tiñó de fuego, convirtiendo en espectros de Beatriz a los habitantes de la casa; y ellos lamentablemente ajenos a este prodigio. En él vi cambiar el día en noche; las begonias del gran patio contiguo salpicarse con la peste del oídio, adivinaba sus satinadas texturas en el ataque: espora errante que remontas vuelo. Dispersos viajeros de climas y geografías, perteneces a la misma raza del que será el último comensal de tu tiempo.
Porción de universo, abertura entre cielo y tierra: Omega: en ti mis días especulares y fugaces como las volátiles y ocasionales imágenes que se llenan de perfumes conocidos, reavivando el sonido de voces veladas, de tu infinita ausencia.

A veces recuerdo vagamente su vestido negro. Cierta vez la encontré en un aeropuerto, a punto de tomar un vuelo. Vuela hoy por el mundo Beatriz, igual que la errática espora del hongo, buscando el sustrato que la cobije para continuar deshaciendo la vida, esa sucesión de sueños en la que vagamos prisioneros. Llevará por equipaje un atado de ilusiones, hechas de la misma sustancia de sus actos. Entre esas imágenes seguramente yo seré un recuerdo desvaído como el ajado azogue. Extraviado entre los recuerdos invertidos y enredados del espejo. Quizá nos veamos en otra parte, transcurridos algunos años, y ni recuerde su rostro, o su tiempo.
¿Desperdigará a su paso las rosadas iridiscencias?
Quizá lo único que recuerde de ella, sea su negro vestido o su largo collar de perlas apócrifas.


Jorge Namur

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miércoles, 17 de junio de 2009

NEOMITOS DEL TUCUMÁN

Anegada por la ola figurativa que retorna pujante, peligra la estimable memoria de un valor argentino.
Crónicas de Bustos Domecq, Jorge L. Borges y
Adolfo B. Casares.)

Estimada Yení ¿María Eugenia Valentié?:
Siempre atento a su misteriosa aunque meritoria trayectoria en el estudio de la metafísica además también su reconocida curiosidad en el campo de los símbolos y mitos, le acerco este manuscrito cuya historia detallo posteriormente:

Peligra la estimable memoria de un valor nuestro, el ya desaparecido Frederics Locastrante, quien tanto anheló la trascendencia y duerme hoy el frío olvido bajo la dura lápida que no lleva ni la inscripción de su nombre.
Buscó como el Talmudista, pero no por el placer de buscar, sino por el de encontrar, lo que él llamó la más grande de las creaciones: el alfa y la omega. La explicación original, que según su propia teoría en nada divergirá de la final, explicaciones que el tiempo solo abreviará.
Vasto es recordar que nos legó el producto de su concisa obra que atesoró con el denominativo de Neomitos del Tucumán. Muerto de forma por demás dudosa mientras montaba bicicleta en un conocido paseo público una neblinosa mañana y cuyos detalles, para no herir la delicada susceptibilidad del desprevenido lector no citaré. Paso a rememorar sus pensamientos:
Que el Aconquija es una india dormida.
Que da a luz en cada Zafra.
Que el Ñuñorco son sus pechos perfumados por una flor antigua.
Que la niebla de Junio en Concepción es producto de su respiración jadeante.
Que cuando su respiración nos empapa la magia mordisquea la copa de los árboles.
Que el Cochuna son sus lagrimas que corren en dirección al Atlántico.
Que su selva guarda monstruos prehistóricos petrificados.
Que allí mismo los duendes acostumbran a esconderse entre helechos y orquídeas.
Que en el ojo de Iltico lloran las Salamancas.
Que a las cadenas las arrastran los tractores y la ignorancia.
Que la prepotencia lleva el nombre de Corona.
Que la joya antigua se derrumba por la pereza y la ignorancia en Medina.
Que San Miguel crece por fuera y se empequeñece por dentro.
Que nuestra dirigencia fue siempre dirigida por los dirigidos.
Que ahí la libertad se muestra desnuda.
Que Agosto es de azahares.
Que hacia Octubre los lapachos empalidecen los ocasos.
Que si despertáramos a la gran india perderíamos su abrigo.
Para nuestra desdicha y del mismo Locastrante, su obra no prosperó: murió en los papeleros de varios renombrados periódicos. Casi como decir que Locastrante tuvo muerte de papel quemado. Como tampoco dejar de leer que la obra fue ignorada por editores varios.
Hoy en agonía rememoro su gallarda figura. ¿Por qué lo habré asociado con agonía? Pero no quiero culpas en mi conciencia y en descargo haré un manojo de su obra con la última fuerza de mi existencia. Entrégola al mundo para que la engulla su ignorancia y cumplo honrando su memoria.

Sospecho estimada señora que se trata de un original quizá copiado junto al lecho de un enfermo. Esto se deduce en parte por sus muchas fallas. Por lo demás: fue recogido de una papelera en Ginebra hace un par de años por la escritora Alba Omil, de cuyas manos me fueron entregados. Se lo acerco y pongo a vuestra consideración.



JORGE J. NAMUR

domingo, 14 de junio de 2009

NIEBLAS

Y esta vez se desvaneció lentamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato más cuando el resto ya había desaparecido.
Lewis Carrol
Alicia en el país de las maravillas.

Juan Barbosa debió salir a caminar esa pálida mañana de Mayo. Y hasta diría que puedo imaginarlo. Quién lo haya conocido tan profundamente como yo, podrá deducir por asociación los hechos ulteriores.
La primera vez que lo vi fue un rato antes de que me lo presentaran: en la humareda del bar aparecía como desdibujado y sombrío. Solo una vez lo vi sonriente y nunca podré olvidarlo; también debió sonreír aquella mañana de Mayo.
-Mi abuelo y su hermano fueron marinos. Los mandaron a fondo en el Paraná con una ráfaga de metralla un amanecer neblinoso. Según dicen, se dedicaban al comercio sin impuestos- me contó aquella noche - y me di cuenta de cuál era su verdadera pasión cuando me relató lo de su nacimiento, como sacando sus anécdotas de entre la bruma de los recuerdos de su tradición familiar.
- Nací un cerrado amanecer. Decía mi madre que para llamar al médico que vivía a tres kilómetros, mi padre tuvo que andar dos horas tentando entre la niebla hasta encontrar el camino.
¡ La niebla! Era lo único que le fascinaba: despertaba en él una atracción morbosa, irrefrenable. Como aquella tarde en que viajábamos por El Clavillo, las nubes habían envuelto el bosque y quiso que camináramos. Jamás vi hombre tan satisfecho. Corría como si flotara entre los vapores, como si no tuviese peso, casi etéreo; parecía una muselina en la distancia. Luego volvió a mi lado y, sin mediar palabra mientras me sonreía, comenzó a diluirse lentamente hasta que pude ver a través de él los árboles esfumados, la sombra de los helechos y la niebla opalescente circundándonos.
Su sonrisa, en éxtasis, me quedó grabada indefinidamente. Y más aún porque después de regresar lo vi tan sombrío y taciturno, como si estuviese abatido, hundido en el fracaso.
Yo había estirado vanamente los brazos para tocarlo, lo traspasé como si no hubiese nada y comenzaba a desconcertarme, cuando volvió a condensarse.
Cierto: aquella mañana de mayo hubo niebla. La noticia en el diario decía: " Salió de su domicilio en la madrugada del 15 del corriente, sin que se haya vuelto a tener noticias de su paradero."
Averigüé luego que la denuncia policial fue asentada por su casera, quien no vaciló un instante en hacerla al sospechar la probable falta de pago.
Quizá yo sea el único en conocer su verdadero destino. Puedo imaginarlo: henchido de satisfacción, debió ver las grevilleas gigantescas perder sus copas entre la bruma. Quizá el paisaje vago lo conmovió tanto que se esfumó lentamente. Puedo imaginarlo entre los vapores, un vapor más y su sonrisa translúcida atravesando árboles y hojas, hasta que el viento se ocupó de diluirla, suavemente, como diluye la niebla.

Jorge Namur

viernes, 5 de junio de 2009

MI OTRO YO EN LA ETERNIDAD

A María Julia Lazcano





Y fue esa madrugada cuando la gelatina hizo su aparición.
La cotidianeidad de mi vida, la de ese tranquilo y despreocupado vecino llamado Francisco Barquez, el que yo era, esa bucólica imagen fue destrozada de raíz aquel amanecer: un día podía aparecer como una remolacha, otro como un desgarrado hongo atómico para aparecer al siguiente convertida en ágil colibrí de metálicas y variadas tonalidades del rojo.
Era esa hora en que el cielo trasunta distantes llamaradas que me lleva a rememorar aquella similar en la que parece que la llanura fuera a decir algo aunque ni Borges ni la llanura nunca lo dicen; podía tratarse del incipiente día o de los distantes reflejos de la urbe sobre nubarrones tiñendo de fuego la encapotada bóveda, también el agua que escurría por los vidrios de mi ventana se veía rojiza. La estación lluviosa subtropical se prolongaba en un otoño fresco y húmedo, los tímidos gorjeos de aves nocturnas en plena migración me devolvieron a la realidad: abrí los ojos y alcancé a divisar esa presencia movediza, traslúcida y rojiza palpitando sobre la vidriera. Permanecí quieto y aterrado hasta que la luz del día borró con su franqueza los noctámbulos fantasmas. Pude superar el mal trance haciéndome a la idea de que se trataba de un sueño nefasto porque, te digo que a pesar de que nunca soñaba o al menos no tenía conciencia de ellos, siempre me ha gustado alardear de que nunca sueño, especialmente desde que descubrí que la mayor parte de las personas no soportan la idea de que alguien pueda morir cada noche para resucitar nuevamente con el día, o viajar a ese país sin memoria ni recuerdos tan parecido al infinito tiempo que precede a la vida consciente, desde la original explosión con los elementos, transmutando, repeliéndose o atrayéndose hasta organizar la mortal consciencia, el temporal conocimiento. Muchas de las veces que lo he contado, invariablemente me responden que es imposible no soñar ya que la mente se libera con el mismo y etcétera: que seguramente los olvido, algunos han invocado a Freud y toda su perorata sobre el mundo onírico como si este señor fuera infalible olvidando que muchos de sus preceptos han quedado circunscriptos al reprimido período victoriano. Pero esta fanfarria es también un poco de exageración porque si bien es cierto que muero con la noche para renacer con el día, hay algunas oportunidades en las que sueño o que sigo vivo. Son escasas ocasiones en el año, pero existen; sin embargo con el paso de los días al querer evocarlos me resulta imposible, puesto que también los he olvidado.
Pero en sucesivos amaneceres volví comprobar que mis peores pesadillas eran recurrentes.

La siguiente noche no era ya un agua escurridiza sino algo que palpitante parecía arrastrarse o reptar transparente sobre el vidrio. Supe en el instante que ese ser tenía alguna forma de vida, distinta pero también consciente, y el terror me impidió moverme o expresarme, aunque ningún escándalo hubiese solucionado nada puesto que me hallaba solo en la vivienda.
El amanecer volvería invariablemente a desvanecer mis temores pero la vigilia comenzaba a ser la antesala de peores momentos. Los días mutaron a ser de sobresaltos y nerviosismo.
Pálido y desconcentrado se lo conté a mi padre, éste trató de hacerme volver a la cordura azuzándome con epítetos irreproducibles.
Pero para mi todo esto no era nada simple y casi imposible de realizar.
“Eso” volvía cada amanecer a asentarse sobre la vidriera y desde allí parecía
espiarme silenciosamente, auscultando mis mínimos movimientos.
Cada vez dormía menos, permanecía largas horas en vigilia y el descanso era casi nulo,
por lo que me veía pálido, decaído. Llegué incluso a recordar las gelatinas de mi
predilección en mi infancia, cuando enloquecía por comerlas. Rememoraba aquellas
temblorosas compoteras que mi madre preparaba, a veces sustituyendo parte del agua
por el zumo de dos limones para acentuar mis predilectos sabores agridulces, solo que
ahora no tenía ese atractivo compulsivo sino lo contrario: hubiera huido de su presencia a toda carrera pero presentía que de moverme, eso saltaría con la agilidad de una inmensa araña para posarse sobre mi pecho y al igual que la octópoda comienza a tejer la red sobre su víctima con parsimoniosa e insensible indiferencia, la gelatina comenzaría a traspasarme, a invadirme, a sorberme y a quitarme la mínima energía que sentía tener.
Para mi enfrentar mis rutinas era cada vez más difícil, estaba desconcentrado, distraído de mis tareas habituales.
Pero la noche volvía irremisiblemente a acaecer y tras ella el ahora odiado amanecer. Uno de ellos creí percibir imágenes evanescentes confundidas en los brillos de la gelatina. ¿Sería el pasado repetido como un eco en imágenes fugaces que se sucedían vertiginosas ante mis ojos? Por un momento sospeché que algunas de estas imágenes podían ser también el futuro. La sola idea me aterró. Verme a sí mismo con todas mis faltas, tomar consciencia de mis excesos, aunque todo fuera apenas una ilusión, la materialidad de los objetos lo es, porque la mayor parte es vacío, una insignificante partícula de materia rodeada por un inmensa orbita de electrones aún más pequeños girando con vertiginosa energía alrededor del núcleo. Y ni que hablar del vacío por el que se desplazan astros y planetas, que originalmente eran parte de una masa del tamaño de una bola de billar que al estallar origina aquello que llamamos infinito. Aunque paradójicamente solo el vacío es infinito. La materia más bien que es finita.


Todo esto pude percibir a través de ese ser amorfo que se paseaba por el vidrio como si tuviera algo de divertido espiar a alguien mientras duerme.
- Entonces se asomó a mi mente una idea descabellada. La gelatina podía ser mi otro yo. También quizá una puerta a una dimensión paralela donde como en un Aleph se condensa pasado y futuro.
Tras tantas dolorosas cavilaciones ¿lograré vencer el paralizante miedo para acercarme a mirar más de cerca?
¿Y usted qué opina?

Jorge J. Namur
la metamorfosis de Kafka es una de las obras que más me impactaron y esta trilogía son algunas de las infinitas metamorfosis posibles

jueves, 4 de junio de 2009

LAS CAVILACIONES DE FRANKIE

Un amanecer, Frankie Coleóptero despertó de un sueño intranquilo para descubrirse convertido en un diminuto humano: la noche precedente, se había dormido en su madriguera, y al abrir los ojos se encontró descansando entre incalculables insectos. Se hubiera aterrorizado de no ser su costumbre amaneceres similares, no obstante, se sentía raro. A cambio de sus patas coriáceas contaba ahora con pálidas y flácidas piernas, miró sus élitros y en su lugar descubrió un par de brazos cuyos extremos despuntaban frágiles manos. Para corolario de esta imprevista y desconcertante metamorfosis, un calor novedoso irradiaba de su cuerpo, y esto si que lo atemorizó, puesto era motivo suficiente para despertar el morboso apetito de los hasta ayer sus congéneres. Al intentar articular sus alas, obtuvo como resultado un ridículo movimiento de brazos, que lo asemejaron por un instante a un bailarín ensayando un vuelo en su paso. El hecho conmocionó al grupo, entre los que comenzaban a despertar los primeros que se movilizaron excitados. ¡ Nunca hubieran imaginado un humano tan indefenso!

¿Qué es?- se preguntaban los más jóvenes anonadados.

¡Siempre el mismo Frankie, haciendo otra de las suyas!- decían los más viejos bostezando.

Un círculo de insectos lo escrutaba; cual collar de ambarinas cuentas, una sucesión de ojos convexos e inmóviles lo estudiaba desde frías órbitas.

Cuenta la leyenda que en un país paralelo un tal Gregor Samsa fue aislado y ejecutado por sus propios padres y hermanas.

Cuenta también que en el país de los insectos conmemoran a un tal Frankie, que en épocas pretéritas lideró un grupo de subterráneos ejércitos.







Jorge Namur

martes, 2 de junio de 2009

RECURRENCIA

La inactividad de la vida de Pablo Fuentes cambió de pronto al despertar una fresca mañana de Septiembre: había soñado que perdía su forma humana para convertirse en un enorme ovillo de lana aunque lo único raro que notó fue que tenía acalambrado y encogido el dedo índice de su mano derecha y casi no le dio importancia al asunto, hasta que semanas después volvió a tener el mismo sueño. Había despertado hacia el mediodía, como era su costumbre, y notó que el hormigueo del acalambramiento se había extendido por toda la mano derecha. Entonces comenzó a preocuparse y se preocupó más cuando aumentó la frecuencia de los sueños: el mal le había tomado todo el brazo derecho, entonces decidió contárselo a su madre:
- Es de tanto dormir que se te está atrofiando el cuerpo- le contestó, sin levantar la mirada de su tejido sempiterno del cual tantas veces había hecho y deshecho las mismas partes, que la lana había terminado perdiendo el brillo y hasta la textura: además a causa del tiempo transcurrido entre sus yerros y aciertos ya ni siquiera recordaba para quién sería la prenda cuando la terminase.
“Al igual que mi antiguo profesor de letras, cree que no sirvo para nada. Ya habrá tiempo de que yo les demuestre lo contrario." se dijo. No volvió sobre el tema pero continuó encerrado en su mutismo, con su brazo entumecido a cuestas.
- En lo único que te diferencias de un cadáver es en que el cadáver, por lo menos no estorba- le dijo su padre un año antes, la última vez que visitara la familia.
Pablo lo había escuchado más bien con indiferencia.
Las noches eran un suplicio: se la pasaba entre dormido y despierto en un sopor indefinido, temeroso quizá de que en cuanto le ganase el sueño perdería irremediablemente su forma humana.
Un caliente día de Diciembre, la madre molesta por su tardanza, fue a buscarlo en el dormitorio pero no lo encontró en la cama deshecha. En su lugar había un enorme ovillo de lana. Lo miró perpleja:
- Lo que necesitaba- se dijo, y lo incluyó en su tejido sempiterno.




Jorge J. Namur